Bajo esa imagen de hombre implacable que Pedro lucía como una insignia de honor, había un hombre que intentaba proteger un mundo que seguro que había sido muy cruel con él. Pero ella no mencionaría nada al respecto porque algo le decía que lo negaría todo. Ese hombre tenía un corazón precioso que protegía con una armadura impenetrable. Y fue ahí cuando Paula supo que corría un grave peligro de enamorarse de su falso prometido. Se quedó mirando esos ojos conmovedores y llenos de dolor, y no se dió cuenta de que se había ido inclinando cada vez más hacia él hasta que notó su mano rodeándole un lado del cuello. Pedro le acarició la mejilla y ambos se levantaron a la vez. Él se le acercó y le acarició la barbilla y los labios antes de colarle el pulgar en la boca, que ella le rozó con la lengua. Después, cuando él sacó el dedo para acariciarle el labio inferior, a ella, que tenía los ojos cerrados, la recorrió un escalofrío. Estaba tan cerca que su aliento le acariciaba los labios.
—Quiero besarte —susurró él.
«Dí que no».
—Por favor… —contestó Paula con la voz entrecortada.
Pero Pedro no lo hizo. Al menos, no de inmediato. Ella se quedó ahí de pie, con la cabeza ladeada hacia la de él y saboreando el aire que compartían. El único contacto era el de los dedos de él sujetándole la barbilla, pero Paula quería más. Y entonces, como si él hubiera entendido lo que ella no había podido decir o pedir, la besó. Con suavidad, con delicadeza, le acarició los labios con los suyos invadiéndola de un placer cada vez mayor y más ardiente. Pero ella quería más. Él estaba tomándose su tiempo y estaba haciéndola gemir con desesperación. Estaba haciéndole suplicar. Y entonces le dio un poco más. Le puso en la cadera la mano que tenía libre y, hundiendo los dedos en la tela roja y en su piel, la acercó a su cuerpo. Su calor estaba devorándola. Sintió su dureza, y cuando Pedro le coló la lengua en la boca, ya no pudo controlarse. Al notar unos mechones suaves y sedosos entre los dedos fue consciente de que le estaba tirando del pelo a Pedro. Él emitió un fuerte gemido y sus besos se volvieron más intensos y su lengua, más impaciente. Exigente. De pronto Paula sintió que se elevaba en el aire, pero no abrió los ojos para ver adónde la llevaba Pedro. Lo único que le importaba era seguir rodeándolo por el cuello y que sus bocas siguieran unidas. Oyó una puerta cerrarse. La puerta del despacho. Ahí estaban alejados de miradas curiosas, completamente solos. Lo que estaba pasando no era de cara a la galería, sino para ellos. Debería detenerlo, pero no podía. Solo podía pensar en cuánto ardía por Pedro. Notó el suelo bajo los pies mientras él seguía besándola, ahora con más desesperación. Como si un hombre hambriento al que llevaban toda la vida negándole comida acabara de encontrar alimento por fin. A Paula le faltaba el aliento, le temblaba el cuerpo, pero los besos no le bastaban.
—Pedro…
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