miércoles, 1 de enero de 2025

Busco Prometida: Capítulo 23

Cuando ella asintió y susurró «vale», él se acercó y la levantó. Paula siempre había evitado besar a Javier porque no había sentido absolutamente nada por él. Ahora, en cambio… Ahora tenía el corazón acelerado y el cuerpo palpitando. Ahora no podía oír más que un zumbido en los oídos. Ahora no podía hacer más que mirar esos ojos oscurecidos y anhelar el calor que desprendía Pedro. Él le agarró la barbilla y con delicadeza le rozó los labios con los suyos. Una vez… Dos. Después su lengua empezó a saborearlos. Le temblaban las piernas, pero un fuerte brazo la rodeó por la cintura acercándola a ese duro cuerpo. Paula dejó escapar un grito ahogado y le permitió a Pedro deslizar la lengua en el interior de su boca. Al instante él gimió, y resultó el sonido más erótico que había oído nunca. La hizo sentirse muy segura de sí misma y le dio valor para morderle el labio inferior y plantarle las manos en el pecho. Mientras, él seguía besándola, ahora con urgencia. Ambos estaban perdidos, sumidos en ese tempestuoso beso que los arrastraba a sus profundidades. Paula se sumergió en el sabor y el olor de Pedro a cuero, especias y un toque de café. Podría besarlo eternamente. Pero el sonido de unos aplausos rompió el hechizo y él se apartó, con la respiración entrecortada como si acabara de correr varios kilómetros. Ella no había sabido qué esperar de un beso de Pedro, pero desde luego no había imaginado que pudiera ser así. Besarlo le había cambiado la vida. Y quería repetirlo.


Pedro estaba apretando tanto la mandíbula que corría el peligro de romperse los dientes. Sujetaba el volante con fuerza. En el coche se respiraba tanta tensión que resultaba sofocante. Paula miraba a la carretera. Tenía las manos entrelazadas sobre el regazo. Quietas. Muy quietas. Pero ahí estaba ese invisible magnetismo que fluía entre los dos y que iba en alarmante aumento. Él nunca se había sentido tan atraído por una mujer. Todo era culpa de ese beso, que había abierto la caja de Pandora y había desatado una energía entre los dos que ninguno había visto venir. Una energía que ahora estaba generando toda esa tensión. Quería decirle algo, asegurarse de que estaba bien, pero no podía. Para ello tendría que relajar la mandíbula, y era precisamente el dolor de tenerla apretada lo que estaba permitiéndole controlarse y pensar con claridad en lugar de pensar en el beso. Había tenido que besarla para que la gente lo viera. Por eso había elegido ese restaurante. Seguro que ya habría fotos de su proposición de matrimonio por todo San Francisco.

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