Era una cabeza más bajo que Pedro, grueso, con mirada cruel y un tono amarillento en la piel y en los ojos.
—Ricardo.
—¿Qué quieres, chaval?
—Hablar.
Ricardo se echó a un lado para dejarlos pasar. Cuando Pedro cruzó el umbral de la oscura casa, una horrible sensación de déjà vu se apoderó de él. La casa apestaba a alcohol, a cigarrillos enranciados y a lo que fuera que estuviera pudriéndose en la cocina.
—Pues entonces tomen asiento.
—Nos quedaremos de pie —dijo Pedro mirando una pequeña mancha marrón en la moqueta.
Casi podía ver a una mujer preciosa y menuda agazapada alrededor de esa mancha.
—Ustedes mismos —dijo Ricardo dejándose caer en un sofá antes de dar un trago a una botella de whisky. Miró a Paula—. ¿Qué haces con él, encanto?
—Ni te atrevas a hablar con ella.
—¿Entonces qué quieres?
—Que escuches.
Paula le apretó la mano, como ayudándolo a contener la furia.
—Me fui de aquí con la intención de no volver, pero no acepto que vivas tan tranquilo después de lo que le hiciste a mi madre.
Ricardo resopló con gesto de mofa, pero Pedro lo ignoró.
—Quiero que admitas lo que le hiciste a mi madre, y no me refiero solo a las palizas, sino a que te bebieras el dinero de su tratamiento para el cáncer. Quiero que admitas lo que me hiciste a mí, que te responsabilices de todo y me des un porqué.
Ricardo soltó una carcajada despiadada. Jamás debería haber llevado ahí a Paula, a la alegre y risueña Paula con su vestido violeta, su tierno corazón y su empática alma. Ella jamás debería haber pisado ese lugar habitado por la auténtica maldad. Paula le soltó la mano y se acurrucó a él, que la rodeó por los hombros.
—¿Quieres que admita lo que hice? ¿Y qué hice? ¿Enseñarle modales a un renacuajo? ¿Enseñar a mi mujer a portarse como debía?
Pedro apretó los puños.
—Tranquilo… —le susurró Paula.
—A lo mejor fui duro con los dos, pero mírate ahora.
—¿Duro? La mataste. Lo sabes, ¿Verdad? —dijo Pedro con un tono bajo y amenazante que habría acobardado a cualquiera.
—¿Y tú en qué ayudaste? Tanta inteligencia para que al final tu madre muriera de todos modos. ¿De qué serviste?
Pedro no tenía defensa ante eso; él mismo se había hecho esas preguntas una y otra vez. Había querido estar fuera de casa todo lo posible, lejos de las discusiones y del maltrato. Y en lugar de aprovechar el tiempo como debería haberlo hecho, había buscado una evasión, nada más. Era igual de responsable que Ricardo.
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