Mientras pensaba en su familia andaba de un lado para otro de la minúscula oficina. No soportaba los espacios reducidos. Su lugar estaba al aire libre, en el agua, sin nada que se interpusiera entre el océano y él salvo una tabla aerodinámica de fibra de vidrio. No había nada mejor. Unos tacones se acercaban por el pasillo. Se giró hacia la puerta y vió entrar en la oficina a Paula Chaves. El estómago le dió un vuelco igual que le ocurrió la primera vez que pilló una ola de diez metros. Pero mientras él se quedaba mirándola como un pasmarote, ella ni siquiera pestañeó al verlo. Lo cual solo podía significar una cosa. Lo había estado esperando. Y en aquel instante lo vió con claridad... P.C. Designs... Paula Chaves. El hecho de que recordara su nombre lo irritó tanto como descubrir la identidad de la gerente de marketing con la que había trabajado online durante los últimos tres años. La mujer por la que a punto estuvo de perder la cabeza en una ocasión. Paula. Su Paula...
–Por todos los santos... –masculló.
Cruzó el cubículo en tres zancadas y la agarró impulsivamente, antes de percatarse del paso atrás que había dado ella. El olor a gel de franchipán lo envolvió al instante y desenterró los recuerdos de unos paseos por la playa de Capri bajo la luna, de besos largos y apasionados a la sombra de un limonero, de una piel exquisitamente suave e impregnada con aquella fragancia floral. Cada vez que viajaba a un lugar paradisíaco para hacer surf, ya fuera a Bali, Hawái o Fiji... El olor del franchipán lo transportaba a aquel tiempo mágico y peligroso en el que estuvo a punto de perder la cabeza por una mujer. Al cabo de unos segundos se dio cuenta de la rigidez de Paula, a quien obviamente no le había hecho gracia que la abrazara, y la soltó mientras se reprendía en silencio a sí mismo. Se echó hacia atrás y buscó algún gesto de complicidad en su rostro. Algo que le hiciera ver ue también ella recordaba todo lo que una vez compartieron. Paula tenía la boca firmemente cerrada, pero el brillo de sus ojos era inconfundible. Aquellos ojos de color chocolate con motas doradas que Pedro había visto tantas veces arder de pasión, entusiasmo y amor. Fue lo último por lo que huyó de Capri sin mirar atrás, y haría bien en tenerlo presente antes de perderse en unos recuerdos que podrían echar a perder el inminente acuerdo de negocios.
–Me alegro de verte, Pedro –dijo ella en un tono frío y cortés que no se parecía en nada a la Paula que él recordaba–. Siéntate y podremos empezar.
Pedro sacudió la cabeza, cada vez más confuso. Paula se comportaba como si apenas se conocieran. Como si nunca se hubieran visto... Y él la había visto demasiado bien, por amor de Dios. Durante una semana tórrida y salvaje se había deleitado con su cuerpo desnudo.
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