Tal vez Paula no hubiera podido pensar con claridad desde que Pedro entró en su despacho el día anterior. Se había quedado perpleja por la familiaridad que le demostró, por su disparatada sugerencia para vivir juntos durante una semana y por su ultimátum para aceptar o perder el proyecto. Además estaba preocupada por tener que dejar a su madre durante la semana previa a la Navidad. Todo eso junto explicaba su aturdimiento y que el beso de él la hubiera pillado completamente desprevenida. Él la había besado por pura frustración, nada más, pero ¿Cuál había sido su respuesta? A pesar de su férrea actitud, había bastado un simple beso para echar por tierra sus defensas. Había guardado silencio casi todo el trayecto, fingiendo que tomaba notas para la campaña. Necesitaba algo en qué concentrarse, aparte del hormigueo de sus labios. Pedro había respetado su silencio hasta que estuvieron a unos treinta kilómetros de su destino. Finalmente llegaron a Torquay y ella no pudo creer lo que veían sus ojos cuando se detuvieron ante lo que él se había referido como su «Chabola playera». Aquel lugar no era ninguna chabola. Para empezar, era enorme. El salón con las paredes de cristal era tan grande como su departamento y ofrecía unas vistas espectaculares del mar de Tasmania. Las alfombras azules sobre la reluciente tarima del suelo, los sofás de gamuza de color arena, las mesitas de cristal... Todo rezumaba elegancia y buen gusto, muy lejos de la chabola de troncos que ella se había imaginado. El Pedro que conoció en Capri no le había parecido un tipo materialista, pero quizá la fama y el surf profesional lo habían cambiado.
–Dejaré tus cosas en la habitación de invitados, la primera puerta a la derecha –dijo él, andando detrás de ella sin apenas hacer ruido con sus pies descalzos. Se había quitado los zapatos nada más abrir la puerta y meter el equipaje.
Otra cosa que Paula recordaba de él era su aversión por el calzado. En Capri casi siempre estaba descalzo, ya que se pasaban la mayor parte del tiempo en la playa. A ella le gustaba verlo descalzo. Sus pies eran tan sexys como el resto de su cuerpo.
–Gracias.
–Es la habitación contigua a la mía, por si te lo estás preguntando –añadió él, meneando las cejas.
–No me lo estaba preguntando.
–Mentirosa –se enrolló un mechón de su pelo en el dedo y tiró suavemente.
Paula sabía lo que estaba haciendo. Coqueteaba con ella para hacerla sonreír, pero no iba a seguirle el juego después de haberse besado en el coche.
–¿Qué ha sido de la conversación que mantuvimos en el coche sobre concentrarse en el trabajo?
El dedo de Pedro le rozó el cuero cabelludo y siguió por la línea del cabello, la sien y detrás de la oreja. Paula tuvo que sofocar un arrebato de deseo. Él la había besado muchas veces en aquel punto particularmente erógeno.
–Admítelo. Aún sientes algo... Igual que yo.
–Eso no significa que vayamos a hacer nada.
Esperaba que él le preguntara por qué y que socavara su raciocinio con una de sus encantadoras sonrisas, pero lo único que hizo fue dejar de tocarla y asentir seriamente.
–Tienes razón. Tenemos mucho trabajo que hacer y será mejor no distraerse.
–En efecto –corroboró ella, intentando ocultar su decepción.
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