Había confiado en su familia y ellos lo habían defraudado profundamente, hasta el punto de que ya no se sentía capaz de confiar en nadie más. Alejarse de Paula en Capri había sido la única opción posible. Su carrera lo esperaba, y cuando ella empezó a acercarse más de la cuenta, cuando él empezó a considerar la posibilidad de continuar la relación, la desconfianza volvió a hacer acto de presencia y le resultó muy fácil echar a correr sin mirar atrás. Pero eso no le impedía volver a desearla... Las olas rompieron contra sus tobillos en su carrera hacia el mar. Se zambulló en el agua espumosa para ahogar sus divagaciones, pero nada podía apagar su creciente deseo por ella. Sobre todo porque ella también lo deseaba. Paula había aprovechado la oportunidad al apoyarse en él y demostrarle lo que sentía. Pedro se había quedado perplejo, especialmente por la forma en que ella había evitado besarlo unas horas antes. ¿Por qué había huido él en esa ocasión? Mientras nadaba frenéticamente, como si lo persiguiera un tiburón, supo la respuesta. La noche anterior, cuando Paula se abrió a él para contarle la situación de su madre, Pedro había empezado a sentir algo. Podría haberse pasado toda la noche sentado en la terraza con aquella mujer, compartiendo íntimos silencios con momentos de charla. Era la primera vez que le apetecía quedarse en Torquay. Y eso lo asustaba más que las fauces de un tiburón blanco. Él no era de los que se quedaban permanentemente en un sitio. Ni siquiera por una mujer de ojos inocentes y suaves caricias. Se dió la vuelta para flotar de espaldas y cerró los ojos mientras los rayos de sol le calentaban el cuerpo. Solo allí se sentía en casa, cuando estaba en el mar, con todo el tiempo del mundo para que las olas lo mecieran, lejos de las personas que habían traicionado su confianza. Solo aquel era su lugar. Entonces, ¿Por qué no dejaba de pensar que su lugar estaba junto a Paula? Ella no soportaba estar enfundada en aquel neopreno que se le pegaba a la piel y que moldeaba exageradamente sus curvas.
–Viendo tu cara no creo que sea el mejor momento para hacer un chiste sobre gomas y protección... –comentó él.
–Estoy aquí en contra de mi voluntad, y lo sabes muy bien –le espetó ella, fulminándolo con la mirada.
–No parecías estar sufriendo mucho en el almacén –le pareció oír que Pedro murmuraba en voz baja.
Paula no necesitaba que le recordase el calor que habían generado entre ambos en el almacén. Su preocupación más acuciante era permanecer de pie en aquel ridículo trozo de fibra de vidrio durante más de dos segundos, y sería del todo imposible si se ponía a pensar en Pedro. Soltó un chillido cuando algo le rozó el tobillo, pero enseguida lo vió sonriéndole a sus pies.
–¿Y un chiste sobre cómo se ata a una mujer salvaje con una correa?
Paula dejó que le rodeara el tobillo con el cable elástico sujeto a la tabla antes de apartarlo con el pie.
–¿Qué te parece un chiste sobre cómo te rompo la cabeza con una de estas tablas?
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