A Pedro no le gustaba jactarse de nada. Ya había visto suficiente arrogancia en los campeonatos de surf. Pero su primer impulso al escuchar la aceptación de Paula fue pavonearse por la oficina haciendo un gesto triunfal. ¿Una reacción desmedida? Tal vez. Pero contar con la compañía de Paula en la boda navideña, aunque ella aún no lo supiera, le permitiría soportar los interminables saludos de gente desconocida, las palmadas en la espalda de los viejos amigos y los inevitables intentos por emparejarlo con cada mujer soltera y menor de treinta años que acudiera a la fiesta. Su madre odiaba a las acompañantes que llevaba a casa cada año y no cejaba en su empeño por encontrarle una chica decente y recatada que lo animara a instalarse en Torquay y producir una camada de críos. Cada boda, cada año era igual, la misma historia se repetía invariablemente cuando regresaba a casa para su visita de rigor, movido por la obligación más que por un deseo de ser constantemente señalado como la oveja negra de la familia Alfonso. Sus padres y sus hermanos intentaban seguir adelante como si nada hubiera pasado, pero aunque Pedro los había perdonado por echarlo de la familia no podía olvidarlo y, en consecuencia, se mantenía al margen de todo y de todos. Libre de las ataduras familiares; libre para ir donde quisiera y cuando quisiera; libre para relacionarse con las mujeres que le gustaban y que no esperaban de él más que una cena, una copa y un poco de diversión. Se fijó en Paula mientras ella hacía una llamada telefónica y tomaba notas frenéticamente. En una ocasión ella también quiso comprometerse y formar una familia, es decir, hacer realidad un sueño que equivalía a la peor pesadilla de Pedro. ¿Seguiría deseando lo mismo? No llevaba anillo de casada... Se le ocurrió que tendría que haberse cerciorado de su estado civil antes de coaccionarla para que lo acompañase a Torquay con la excusa del proyecto, cuando en realidad iba a ser su pareja para la boda de su hermano. Pero ella había accedido, por lo que podía suponer que no estaba saliendo con nadie. Paula colgó el teléfono y entornó la mirada al verlo apoyado en el marco de la puerta.
–¿Todavía estás aquí?
–No hemos acabado –por mucho que le doliera revivir el pasado, no le quedaba más remedio que hacerlo si quería superar la abierta hostilidad de Paula. Si su madre veía las miradas asesinas que le lanzaba, no dudaría en endosarle alguna de sus candidatas a nuera–. ¿No te parece que tenemos que aclarar las cosas?
Ella arqueó una ceja.
–No lo sé. ¿Tenemos qué aclarar algo?
Él sacudió la cabeza con gran decepción.
–Una de las cosas que más me gustaban de tí era tu carácter franco y directo.
Ella bajó brevemente la vista, antes de volver a clavarle una mirada acusadora.
–Tuvimos una aventura hace años. Yo lo he superado y tú lo has superado. No hay nada que aclarar. Forma parte del pasado y la semana que viene nos espera el trabajo, ni más ni menos.
–Entonces ¿Por qué te muestras tan hostil hacia mí?
Ella abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla sin decir nada y se pasó una mano por el pelo. Otro gesto más de inseguridad que él recordaba muy bien. Lo había hecho la primera vez que se vieron, en un quiosco de la playa al que los dos llegaron a la vez en busca de limonada. Lo había hecho durante su primera cena en una pequeña trattoria. Y lo había hecho cuando Pedro la llevó por primera vez al hotel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario