Ella se puso colorada, pero no apartó la vista.
–Querías una acompañante para la boda. Solo intento parecer auténtica.
–¿Hasta qué punto? –le preguntó él en tono jocoso, haciéndola reír.
–¿Hasta qué punto es importante para tí convencer a tu familia de que lo soy?
Pedro se puso serio.
–Basta con que me agarres de la mano, me mires con adoración y me des unos cuantos besos. Eso debería de convencerlos.
–¿Pero por qué necesitas ir acompañado a la boda de tu hermano?
Pedro llevaba días esperando esa pregunta, pero ella había estado tan absorta en el trabajo y tan empeñada en evitarlo que no habían podido hablar de temas personales. Hasta la noche anterior, cuando la revelación de Paula pareció allanar el camino.
–La relación con mis padres es un poco... Tensa cada vez que vengo de visita.
Esperó el inevitable «¿Por qué?», pero ella lo sorprendió ladeando la cabeza y mirándolo fijamente.
–¿Y un tipo duro como tú no es capaz de manejar un poco de tensión familiar?
–De esta manera es más fácil –repuso él en tono despreocupado. No podía contarle el resto sin tener que responder a un montón de preguntas incómodas. Le agarró la mano y le dió un beso en la palma, lo que prendió una chispa de calor en sus ojos–. Y mucho más agradable si mi acompañante me gusta...
Ella arrugó la nariz en una mueca adorable.
–¿Yo te gusto? ¿Como si estuviéramos en el colegio?
–Te complacerá saber que tengo mucho más experiencia ahora que cuando estaba en el colegio –tiró de ella hasta casi subírsela al regazo–. Me gustas, Paula. Ya lo sabes. Y nada me gustaría más que pasarme los próximos días demostrándotelo.
Se preparó para que ella volviese a levantar el muro invisible entre ambos, se levantara de un salto y de nuevo adoptara un aire frío y profesional. Pero, sorprendentemente, ella le agarró la cara entre las manos, cubrió lentamente la escasa distancia que los separaba, y le susurró a un milímetro de su boca:
–¿Entonces a qué estamos esperando?
Paula no quería detenerse a pensar y que las dudas la frenaran. Deseaba a Pedro. En aquel momento. Sin perder un segundo más.
-Vamos por algo de cenar y luego iremos a casa para... – empezó él.
–No –su rechazo casi sonó como un grito desesperado y tuvo que reírse para disimular los nervios–. Quiero... Quiero que sea como en Capri.
Pedro la miró con ojos muy abiertos, recordando, sin duda, las horas de placer salvaje que pasaron en una playa desierta, la pasión desatada en el frenético baile de sus lenguas y en las manos que intentaban acaparar el resto de sus cuerpos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario