A la mañana siguiente Paula tuvo que reconocer que Pedro había acertado al insistir en que pasara la semana en Torquay. Llevaba tres horas trabajando sin parar en el balcón, donde la vista y la brisa marina inspiraban sorprendentemente su creatividad. Se le ocurrieron algunas ideas muy interesantes para la página web de la escuela, que desarrollaría ampliamente cuando él la llevara a conocer las instalaciones aquella tarde. También la había ayudado el hecho de que no la hubiera molestado en toda la mañana. No deseaba tenerlo merodeando por su lugar de trabajo después de la confesión de la noche anterior. En la intimidad del crepúsculo le había parecido lo correcto hablarle de su madre, pero bajo la implacable luz del sol, y después de una noche sin apenas pegar ojo, no quería enfrentarse a él. Las confesiones alimentaban las relaciones íntimas, y eso era algo que quería evitar a toda costa con Pedro. Después de su ruptura le había puesto la misma etiqueta que a su padre: Un hombre egoísta y egocéntrico que satisfacía sus caprichos sin preocuparse por nadie más. Y sin embargo, la forma en que la había consolado la noche anterior, respetando su estado de ánimo y su silencio, le había hecho replantearse la pobre opinión que tenía de él.
Oyó unas risas procedentes de la playa y se protegió del sol con los ojos para mirar hacia la orilla. Un grupo de jóvenes rodeaba a Pedro, con sus tablas de surf clavadas verticalmente en la arena como erguidos centinelas. Él estaba en el centro, señalando el mar y haciendo algunas demostraciones técnicas mientras los adolescentes se daban codazos y empujones para estar lo más cerca posible de su ídolo. Se avergonzó de sí misma por haber pensado tan mal de él. Un hombre egoísta no emplearía su precioso tiempo en hablar con unos críos. Un hombre egoísta no la habría consolado como lo hizo la noche anterior. Sintiéndose culpable, cerró la página web de la escuela, recogió sus papeles y lo metió todo en la casa. Otra ventaja de trabajar allí era que podía dar un paseo por la playa cada vez que necesitaba despejarse. Y en aquellos momentos quería hacerle ver a Pedro que no lo consideraba tan malo. Se quitó las sandalias y se deleitó con la sensación de la arena en la planta de los pies mientras caminaba hacia él. Cuanto más se acercaba, mejor podía ver las expresiones de admiración en las caras de los jóvenes y oír lo que Pedro les explicaba. Nunca lo había visto tan animado, lo que la hizo preguntarse por qué se había mostrado tan reticente con sus hermanos. Acabadas las explicaciones, los muchachos profirieron un grito de júbilo y agarraron sus tablas para echar a correr hacia el agua. Pedro los observó con un brillo de orgullo y satisfacción.
–¿Has visto eso? –le preguntó a Paula cuando ella llegó a su lado.
–Esos chicos te ven como un dios del surf...
–Solo les he dado unos cuantos consejos básicos, pero la forma en que han respondido... –sacudió la cabeza y miró los cuerpos enfundados en neoprenos que remaban sobre las tablas–. Estaban ansiosos por saberlo todo sobre la escuela de surf y van a contárselo a sus amigos.
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