miércoles, 7 de mayo de 2025

Has Vuelto A Mí: Capítulo 11

 –Pau...


–Lo que pasó entre nosotros es un rae para este proyecto, y a mí no me gustan las complicaciones –espetó ella de golpe, sin mirarlo a los ojos y con la vista fija en el portátil.


–Tú misma lo has dicho. Forma parte del pasado. ¿Por qué debería ser una complicación? –no quería presionarla, pero su rechazo no le dejaba opción–. A menos que...


–¿Qué? –levantó bruscamente la cabeza, y Pedro tuvo su respuesta antes incluso de formular la pregunta.


La llama seguía ardiendo en sus ojos, semioculta en las sombras de sus ojos marrones.


–A menos que aún sientas algo.


–Puedo ser muchas cosas, pero no una masoquista.


Se levantó tan rápidamente que la silla se deslizó hacia atrás sobre sus ruedecillas e impactó contra la pared. El ruido no la disuadió y se dirigió desafiante hacia él. Pedro se separó de la puerta y fue a su encuentro, pero ella levantó una mano antes de que pudiera hablar.


–No soy estúpida, Pedro. En Capri tuvimos una aventura, los dos estamos solteros y vamos a pasar un tiempo juntos trabajando en este proyecto. Es lógico suponer que puedan prender algunas chispas residuales... –volvió a llevarse la mano al pelo y casi se lo arrancó por la irritación–. Pero eso no significará nada. Tengo un trabajo que hacer y no puedo ponerlo en riesgo cometiendo otro error.


Él la agarró sin pensarlo por los brazos.


–Lo que hicimos no fue un error.


–¿Ah, no? ¿Entonces por qué te fuiste?


No podía responderle sin decirle la verdad, de manera que hizo lo mejor que podía hacer. La soltó, se dió media vuelta y se alejó.


–Sigues huyendo... –murmuró ella a sus espaldas.


Pedro no se volvió y aceleró el paso.




Paula se dirigió hacia su bar español favorito, situado en Johnston Street. Muchas chicas se iban a casa con una tarrina gigante de helado cuando necesitaban consuelo. Ella, en cambio, prefería frecuentar el bar Rivera.


–Hola, querida –la saludó Arturo Rivera, el dueño, lanzándole un beso desde detrás de la barra. Paula le devolvió la sonrisa y sintió como parte de la tensión la abandonaba.


Arturo conocía bien su situación, sus miedos e inseguridades y su acuciante necesidad de prosperar en su negocio para poder cuidar de su madre. La había apoyado desde el principio, aquel caballero reservado con su inseparable sombrero porkpie cuya esposa había muerto por el mismo trastorno neurológico que sufría la madre de Paula. Ella no había querido asistir a un grupo de apoyo, pero el médico de su madre había insistido en que sería de gran utilidad para el tratamiento de la enfermedad. De modo que accedió a ello para dar rienda suelta a la frustración, la ira y la impotencia ante el progresivo deterioro físico y mental de su madre. No había sabido nada hasta que fue demasiado tarde. Alejandra había logrado ocultar hasta el último momento la debilidad muscular que la hacía tropezar, la dificultad para sostener objetos en las manos y la falta de agilidad verbal.

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