La primera vez que Paula tuvo conocimiento del problema fue cuando su madre la invitó a acompañarla al neurólogo. Nora odiaba las agujas, y para ella era peor someterse a una electromiografía que sufrir los síntomas de la enfermedad. El diagnóstico las dejó aturdidas a ambas, especialmente la falta de cura y la tasa de mortalidad. Aún así, Alejandra continuó viviendo de manera independiente hasta que los síntomas lo hicieron imposible. Alejandra no había querido ser una carga para su única hija, de modo que Paula buscó los mejores especialistas e instalaciones mientras intentaba ignorar el progresivo deterioro en la salud de su madre. Si la miraba fijamente casi podía ver la imparable destrucción de las motoneuronas, responsable del progresivo debilitamiento muscular y, finalmente, de la muerte. Para no pensar en ello intentó concentrarse en todo lo demás: en la vista, el olor, el sabor, el tacto y la memoria de su madre, cosas que permanecerían intactas hasta el final. Su madre siempre la reconocería, y aquella certeza era lo único que la hacía seguir adelante cuando la angustia ante la inminente pérdida la ahogaba por las noches. Por si fuera poco, había descubierto además que tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de heredar la enfermedad. Los médicos le habían explicado que el trastorno neurológico de su madre se debía a una mutación en el gen SOD1. Aquel diminuto gen superóxido dismutasa, localizado en el cromosoma 21, controlaba su destino. El informe clínico resonaba en su cabeza como un eco aterrador: Las personas con el gen defectuoso tenían una altísima probabilidad de desarrollar la esclerosis en una edad avanzada o de empezar a sufrir los síntomas con veintipocos años. Como ella.
Después de la fatídica prueba se pasó varios días con náuseas y sin apenas pegar ojo, y aunque quedó claro que no portaba el gen mutado, y aunque así hubiera sido no tenía por qué desarrollar la enfermedad, como muy razonablemente le explicó el médico, no pudo librarse de la sensación de tener una espada pendiendo sobre su cabeza. Posteriormente, la angustia dejó paso a la culpa. Se sentía culpable de ser ella la afortunada de la familia. Durante todo ese tiempo el grupo de apoyo resultó ser una ayuda inestimable. Entre ellos estaba Arturo, tan frustrado y furioso como ella después de haber perdido a su mujer tras cuarenta años de matrimonio. Juntos daban rienda suelta al resentimiento y la rabia por aquella enfermedad incurable. De aquellas reuniones semanales salió la invitación para visitar el bar Rivera, un local que se convirtió al instante en su segundo hogar. A Paula le encantaba el suelo de madera lleno de arañazos, la barra de caoba que ocupaba la pared del fondo, el empapelado de color granate que creaba una atmósfera cálida y acogedora en la que los clientes pasaban horas degustando las sabrosas tapas y deliciosa sangría. Fue allí donde empezó a aceptar el revés que le imponía la vida y a salir de su aletargamiento. Allí iba a comer, hablar y bailar, cuando Arturo retiraba las mesas y sillas, subía el volumen de la música y enseñaba bailes hispanos a todo el que quisiera aprender. Aquellas noches le permitían olvidar el cambio que había experimentado su vida con la enfermedad de su madre.
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