Pedro no había pensado, punto. Había actuado por impulso y tendría que vivir con las consecuencias. Durante los próximos siete días estaría recordando su sabor a chocolate y café...
–Supongo que estaba irritado por tu actitud y he querido descolocarte un poco.
Tanto como ella lo seguía descolocando a él. Esperaba una reacción indignada o cuanto menos de indiferencia, pero no que se derrumbara ante sus ojos.
–Por Dios, ¿Estás llorando?
Intentó abrazarla, pero se detuvo cuando ella se apartó. Paula se secó los ojos con la mano y se giró para mirar por la ventanilla.
–No es por tí. Estoy pasando por una situación difícil.
Pedro nunca la había visto tan débil y vulnerable, y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no estrecharla en sus brazos.
–¿Hay algo que pueda hacer?
–Sigue comportándote como un sabelotodo. Eso me hará reír.
El temblor de su voz impulsó a Pedro a ponerle la mano en la barbilla y hacerla girarse hacia él.
–Si tienes problemas, se acabaron las bromas, los besos y todolo demás.
Ella consiguió esbozar una trémula sonrisa.
–Nada de besos mientras trabajemos juntos. Las bromas creo que podré soportarlas.
Se mordió el labio y a Pedro lo asaltó una inquietud. ¿Tendría problemas con algún novio?
–¿Se trata de otro hombre? Porque si quieres puedo darle una paliza y...
–No es un hombre –se esforzó por seguir sonriendo y se puso una mano sobre el corazón–. Te prometo que me animaré. Solo estoy... Cansada y más gruñona de lo habitual.
–Como el enanito Gruñón –murmuró él, consiguiendo la primera risa desde el día anterior. Una risita débil y ligera, pero risa al fin y al cabo–. A lo mejor deberías agradecerme que te haya besado, porque...
–No tienes tu suerte –le advirtió ella con un guiño.
Pedro recordó la otra vez que le había guiñado un ojo. Fue en Capri, antes de entrar en la Gruta Azul, cuando ella le advirtió que tuviera cuidado porque aquella cueva era famosa por las proposiciones y declaraciones de amor. Se lo dijo en tono burlón, pero significó el comienzo del fin. Desde aquel momento se había preguntado cuáles serían las esperanzas que albergaba Paula en secreto. Y él había aprendido que no estaba dispuesto a pagar el precio del amor.
–De acuerdo, nos olvidamos de los besos y nos centramos tan solo en el trabajo –le propuso, y la miró fijamente a los ojos con la esperanza de que rechazara la sugerencia.
–Solo en el trabajo –repitió ella, antes de darle un codazo y señalar la calle–. Si es que llegamos alguna vez a Torquay, claro.
Pedro volvió a poner el coche en marcha, contento por haber abierto una grieta en la coraza de Paula. Y asustado por haber visto a la mujer que ocho años antes casi le robó el corazón.
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