—No tienes que llevarte ropa, cara —le había murmurado con voz seductora mientras se acercaba a ella y le rodeaba la cintura con los brazos.
—Nos vamos a pasar la luna de miel en la cama.
El corazón le latía frenéticamente en el pecho, por lo que tuvo que respirar profundamente. Vió otra señal que indicaba el aeropuerto. ¿Por qué no se le había ocurrido reservar su propio vuelo o le había pedido a Luis que lo hiciera en su nombre? Fue entonces, cuando vió el tercer cartel que indicaba el camino al aeropuerto, que sintió un fuerte dolor en el pecho, tan agudo que se dobló del dolor. Trató de respirar y se colocó las manos sobre el corazón. Todo su cuerpo temblaba. Había pensado que el dolor por la pérdida de sus padres había sido suficiente para matarla, pero aquel… Era un dolor diferente y de repente, comprendió claramente la diferencia. Sus padres le habían sido arrebatados, pero ella sola se estaba alejando de Pedro. Se estaba alejando del hombre que le había soplado el cabello para retirarle los pétalos de cerezo que le cayeron sobre la cabeza cuando viajaron a Japón. El hombre que le acariciaba el cabello durante horas cuando Paula se acurrucaba junto a él, completamente dolorida por las molestias de la menstruación. El hombre cuya sonrisa iluminaba el mundo. El hombre que, en secreto, había hecho que restauraran el viejo coche del padre de Paula para regalárselo. De repente, se dió cuenta de otra cosa más. Se había negado a pensar en el vuelo de vuelta a Inglaterra porque, inconscientemente, una parte de su cerebro trabajaba en comandita con su corazón. Inglaterra había dejado de ser su hogar. Su hogar estaba al lado de Pedro. Tal vez se parecía demasiado a su madre sobre sus deseos de venganza, pero, al menos, él admitía sus errores y había tratado de enmendarlos. Eso contaba. Además, ¿Acaso no podía acusársele a ella de parecerse al abuelo que tanto detestaba por cómo había tratado a su madre? ¿No se había negado él a retomar su relación con su única hija a pesar de que sus actos demostraban lo mucho que la echaba de menos? ¿Qué era lo que le había impedido acercarse a ella? ¿El orgullo? ¿La testarudez? ¿O tal vez, como Pedro había dicho, la negativa a admitir sus errores? Paula ya nunca lo sabría porque era demasiado tarde. Los muertos no hablan. ¿Era eso lo que quería para sí misma? ¿Vivir el resto de su vida arrepintiéndose? ¿Llegar a vieja acosada por los demonios del pasado? Apenas fue consciente de que se había quitado el cinturón para lanzarse sobre la mampara que separaba la parte delantera de la trasera del vehículo.
—¡Llévame de vuelta! —gritó. Entonces, recordó que había un intercomunicador y apretó con fuerza el botón. —¡Llévame de vuelta! ¡Por favor, llévame de vuelta!
Aterrada de que el conductor no comprendiera lo que le estaba pidiendo, buscó las palabras que necesitaba en italiano.
—¡Porta mi a casa!
«Llévame a casa».
El chófer debió de percatarse del histerismo de los gritos de Paula porque detuvo el coche en seco. En cuestión de segundos, acompañado por un coro de furiosos cláxones, hizo un cambio de sentido y regresaron por el sentido contrario de la carretera que habían recorrido hasta aquel momento. Por muy rápido que fuera, nada era suficiente para ella. La agitación que sentía era tal que, cuando llegaron a la verja de entrada de la mansión de Pedro, no esperó en el interior del vehículo a que esta se abriera. Descendió inmediatamente. Tomó por sorpresa a los periodistas y se abrió paso a través de ellos para colarse por el hueco que ya se había abierto en la verja. Entonces, echó a correr hasta la puerta principal de la casa. Abrió la puerta y entró corriendo en el interior.
—¡Pedro! ¡Pedro!
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