Se levantó de la cama, se puso el salto de cama y salió en silencio del dormitorio. En el pasillo, se secó las lágrimas y se colocó la mano sobre el corazón para poder calmarse. Consiguió tranquilizarse un poco antes de entrar en el dormitorio en el que debería haber estado descansando. Se secó otra lágrima y sacó una bata de la maleta. Se la puso y, cuando se ciñó el cinturón, sintió que la piel aún estaba muy sensible por las apasionadas caricias de Pedro. Solo pensarlo le debilitaba aún más las piernas. Que Dios la ayudara, pero había sido la mejor noche de su vida. Y también la peor. Las recriminaciones no servían de nada. Había sabido perfectamente lo que hacía cuando se metió en su cama. Sin embargo, jamás se había imaginado lo mucho que gozaría. Pedro la había transportado a las cimas más altas del placer una y otra vez. Si pudiera olvidarse de lo que sentía su corazón, volvería de nuevo junto a él, se sentaría encima a horcajadas y le exigiría que fuera su esclavo sexual durante el tiempo que hiciera falta para agotar la pasión que ardía entre ellos. Solo imaginar la respuesta de él la llenaba de una profunda excitación. Sin embargo, no podía olvidarse de lo que sentía su corazón. Cada beso, cada caricia, cada orgasmo… Todo la había empujado un poco más allá de los límites.
Estaba desesperadamente enamorada de una manera que jamás sería correspondida. Al menos, no por parte de Pedro. Decidió que era ridículo seguir con aquellos pensamientos. Necesitaba recuperar la compostura y dejar de desear lo que no podía tener. Se dirigió a la cocina para prepararse algo de beber. Encendió las luces y fue directamente al armario en el que sabía que se guardaba el café y, al abrir el armario, sintió que el corazón se le sobresaltaba. Tomó la caja que había junto a la del café. En menos de un segundo, se vió transportada al principio, cuando acompañó al apuesto italiano que le cambió la rueda al hotel. Estaba encantada de poder pasar un rato en su compañía. Fue Pedro quien la condujo más allá de la barra del bar a una mesa. Entonces, Paula vió los tarros de cristal con las características bolsas triangulares junto a la máquina de café. Inmediatamente, se olvidó del chocolate caliente. Costaba al menos cinco veces más que su té habitual, pero era la marca con la que se daba el capricho de comprarse una caja todos los años por su cumpleaños. Recordaba vagamente habérselo comentado a Enzo cuando pidieron lo que iban a tomar. Le había alegrado mucho verlo en el bar y, mientras se lo tomaba mirando los ojos de Pedro, se había preguntado si el día podía mejorar aún más. Él se había acordado. No le había vuelto a mencionar el té desde aquel día, pero estaba segura de que aquella caja no había estado en el armario hacía tres días, la última vez que se preparó un té en aquella cocina. Pedro se lo había comprado como sorpresa de cumpleaños.
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