Paula recuperó la verticalidad y se sacudió la nieve del chaquetón y de los pantalones, pero solo para ocultar su cara y, en consecuencia, su humillante rubor.
—Ten cuidado con los fragmentos de hielo. Pueden ser peligrosos... Sobre todo, con botas como las que llevas. Espero que tengas algo mejoren el equipaje.
Paula se sintió tan avergonzada como una niña de cinco años ante un adulto que le estuviera recriminando una torpeza. Pero, mientras él contemplaba su calzado, ella aprovechó y admiró su perfil. Sumando su altura y los altos tacones de las botas, Hope medía alrededor de un metro ochenta; pero, a pesar de ello, tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo a la cara, porque él superaba el metro noventa. Ella, que estaba acostumbrada a sentirse una especie de giganta, pensó que, en otras circunstancias, se habría sentido agradablemente femenina en comparación con él. Pero las circunstancias no podían ser más desalentadoras, teniendo en cuenta que se acababa de pegar un buen golpe en las nalgas. Entonces, él la miró de frente. Y ella soltó un gemido. Durante unos momentos, se sintió como si volviera a estar en el hospital, intentando animar a su mejor amiga, Vanesa; haciendo un esfuerzo por sonreír cuando tenía ganas de llorar, y diciéndole que la situación no era tan mala cuando, en realidad, las heridas que había sufrido eran terribles. Aquel vaquero no era tan perfecto como le había parecido al principio. Tenía una cicatriz que le cruzaba un lado entero de la cara, desde la sien derecha hasta la mandíbula.
—Estás pálida. ¿Seguro que te encuentras bien?
Él lo preguntó con suma educación, pero ella supo que se había dado cuenta de que su cicatriz le parecía repulsiva. Sin embargo, desconocía el verdadero motivo de su repulsión. Nosabía por qué había reaccionado de esa forma. Y, en ese momento, se sentía demasiado frágil como para explicárselo. Paula no había superado la muerte de su amiga, la mujer más bella por dentro y por fuera que había conocido. Ya habían pasado seis meses desde el entierro, pero la imagen de su cuerpo destrozado volvía una yotra vez a su cabeza. La vida había sido terriblemente injusta con Vanesa. Y terriblemente injusta con ella, porque era la única persona en la que Paula había confiado de verdad; la única que estaba al tanto de sus problemas familiares y de la desesperación que le causaban. Pero no iba a permitir que sus sentimientos la dominaran, así que sacó fuerzas de flaqueza y dijo, con tanta naturalidad como le fue posible:
—Soy Paula.
Él asintió.
—Encantado de conocerte. Yo soy Pedro. Pero supongo que te estarás muriendo de frío. Será mejor que vayamos a la casa.
Pedro la tomó del brazo, en un gesto cortés sin más intención que asegurarse de que no se volviera a caer. Y Paula lo agradeció, pero también lo encontró inquietante.
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