viernes, 14 de marzo de 2025

Engañada: Capítulo 65

Se recordó que el propio Pedro se lo había buscado. Ella no tenía nada de lo que arrepentirse. Solo había sido un peón, no solo entre la partida entre él y su abuelo, sino también entre él y su madre. Sin embargo, le habría gustado que el dolor de sus sentimientos no la hubiera empujado a elegir una manera tan pública de cancelar la boda. No lo había hecho para castigarlo. La verdad era que no se había parado a pensar. Si lo hubiera hecho, le habría… ¿Qué? ¿Le habría dado la oportunidad de explicarse? ¿Pero explicar qué? ¿Su versión? En realidad, no había versión, solo la verdad y el testamento de su abuelo la había revelado. Enzo nunca la había amado. Era el peor de todos los mentirosos. La había utilizado para conseguir sus fines. «Podrías haberle dado una oportunidad». Cerró los ojos. No servía de nada ya. No podía cambiar el pasado, como tampoco le era posible a Pedro. Cuando él detuvo la Vespa frente al garaje, Paula miró el reloj. Eran las once cincuenta. Increíble. ¿Cómo había podido pasar el tiempo tan rápido? Cerró los ojos y respiró profundamente antes de quitarse el casco. Pedro no hizo ademán alguno por ayudarla. Se quedó de pie, con las manos metidas en los bolsillos, la mandíbula apretada y la mirada perdida en la distancia. Paula contuvo las palabras de disculpa por las verdades que le había lanzado en el apartamento. Solo le había dicho la verdad. Sin embargo, aquella actitud le estaba empezando a resultar insoportable. Se bajó de la Vespa y decidió, que, después de todo, aquello era lo que ella había deseado. Quería que hubiera distancia entre ellos. Cuando los dos entraron en la mansión, rompió por fin el silencio.


—Voy a recoger mis cosas —dijo.


Pedro asintió y habló por primera vez desde que le dijo que se vistiera.


—Le diré a Luis que baje las maletas.


—No es necesario. No pesan nada. Bueno —añadió, tratando de inyectar algo de humor a la situación, —sí lo son, pero he estado llevándolas de acá para allá, subiendo y bajando escaleras tantas veces últimamente que me van a salir músculos en los brazos.


Pedro ni siquiera sonrió.


—¿Adónde vas a ir?


—A mi casa.


—¿A Inglaterra?


—Es mi casa.


Pedro cerró los ojos. Pareció tratar de recuperar la compostura antes de inclinar ligeramente la cabeza y dar un paso atrás.


—Tendré listo el papeleo de las acciones.


—¿Ya están a mi nombre?


Faltaba una hora para que llegara el límite que ella le había impuesto. Sin saber por qué, se había imaginado que él trataría de posponerlo todo lo posible.

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