—¿Qué has hecho para estar tan descansada? —preguntó, cambiando de conversación—. Cuando me marché, parecías a punto de desmayarte.
—Me he tomado un par de tazas de tu café. Está muy bueno.
—Me alegra que te guste. Lo compro en un sitio que está a unas cuantas horas de aquí —declaró él.
—Espero que no te moleste, pero también me tomé la libertad de abrir tus armarios y de probar las galletas de canela que guardas en la lata.
—No me molesta en absoluto —dijo Pedro, que sacudió un poco la sartén.
—¿Te ayudo con la cena?
—No hace falta, pero puedes poner la mesa si quieres. Los platos y los vasos están a la derecha de la pila.
Mientras ella ponía la mesa, él sacó las patatas.
—¿Qué es la fotografía que me has enseñado?
—Es parte de un trabajo para una revista de moda —contestó.
—¿Vas a trabajar durante tus vacaciones?
Ella se encogió de hombros.
—Bueno, no son precisamente unas vacaciones. Estoy aquí para hacer fotografías de tu rancho y ayudarte con la promoción.
—No. Estás aquí para eso y para descansar. Marta me dijo que necesitabas un descanso con urgencia.
Paula entrecerró los ojos.
—¿Ah, sí? ¿Y qué más te dijo mi abuela, si se puede saber?
—Nada. Solo comentó que un sitio como este haría maravillas contigo. Pero no dió más explicaciones.
—¿Un sitio como este? —repitió ella lentamente—. Tengo entendido que el Bighorn es un centro de rehabilitación para niños con traumas o discapacidades.
—Sí, lo es —afirmó—. Y es obvio que tú no eres una niña. Ni, por lo que veo, tienes ninguna discapacidad.
Pedro la miró a los ojos y, durante unos momentos, se sintió como si estuvieran en comunión. Era la mujer más impecable que había visto. Su cabello sedoso, sus largas piernas, las curvas de sus senos bajo el jersey de color esmeralda, sus ojos algo cansados y sus labios perfectos, ni demasiado grandes ni demasiado pequeños, formaban un todo de una belleza difícil de encontrar. Sin embargo, no supo por qué lo miraba ella del mismo modo. Estaba convencido de que en él no había nada digno de admiración. Incluso había llegado a pensar que su espantosa cicatriz era una especie de penitencia por haber sobrevivido al accidente de tráfico que le costó la vida a su hermano. En cualquier caso, esa cicatriz formaba parte de su forma de ser. No la podía cambiar. Y solo tenía que mirarse al espejo para recordarse por qué eran tan importantes el rancho y el programa de rehabilitación: Porque necesitaba saber que su tragedia familiar no había sido completamente inútil, que había salido algo bueno de todo aquello.
—Creo que hay algún tipo de malentendido —dijo ella, con voz clara—. Desconozco las razones que haya podido tener mi abuela para decir eso, pero te aseguro que me encuentro perfectamente bien. A decir verdad,solo he venido porque la quiero tanto que haría lo que fuera con tal de que esté contenta.
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