Mientras miraba los grandes y esponjosos copos que aún caían, se acordó de Beckett’s Run y de sus dos hermanas, Delfina y Nadia. ¿Cuántos muñecos de nieve habrían hecho mientras su abuela preparaba dulces de Navidad? ¿Y cuántas veces habrían discutido? Sus hermanas y ella nunca se habían llevado bien. Las cosas habían mejorado con el paso de los años, pero solo porque no se veían muy a menudo. Justo entonces, notó un movimiento a la derecha. Era Pedro, que se había puesto un abrigo y unos guantes y, tras armarse de una pala, había empezado a despejar el camino que iba de la casa al granero. Paula aprovechó la ocasión para mirarlo sin que él se diera cuenta. Aún estaba enfadada por su insinuación de que tenía problemas emocionales, aunque intentó convencerse de que la opinión de Pedro Alfonso carecía de importancia. A fin de cuentas, no era psicólogo. Era un simple y vulgar ranchero. Pero la cicatriz que tenía no hablaba precisamente de un hombre simple y vulgar. Hablaba de algo importante, y habría apostado cualquier cosa a que estaba relacionado con el hecho de que dirigiera un centro de rehabilitación. ¿Qué le había pasado? En cualquier caso, se dijo que su curiosidad al respecto era un motivo añadido para marcharse inmediatamente de Bighorn. No se quería implicar en las tragedias de otra persona. Ya había tenido bastante con las suyas. Se había esforzado mucho por superarlas, y las había dejado atrás gracias a su trabajo. En ese sentido, su abuela no podía estar más equivocada. No necesitaba descansar. Solo necesitaba trabajar. Si hubiera sido una bruja, habría chasqueado los dedos para que el tiempo pasara de golpe y ya fuera Navidad. Así, solo habría tenido que pasar el día con su abuela y volver a su casa de Sídney, sin recordar nada de Pedro ni de su rancho. Pero, desgraciadamente, no era una bruja. Se apartó de la ventana y entró en el cuarto de baño, donde se duchó. Después, se secó, se vistió, se maquilló cuidadosamente y se cepilló el cabello, que se dejó suelto. Cuando llegó a la cocina, descubrió que Pedro había regresado y que se estaba tomando un café.
—Buenos días —dijo ella.
Él se giró y la miró con una sonrisa encantadora, como si la noche anterior no hubiera pasado nada.
—Buenos días.
—¿Hay más café?
—Por supuesto. Sírvete tú misma —contestó—. ¿Qué tal has dormido?
Paula alcanzó una taza.
—Mejor de lo que esperaba. Tal vez, por el aire de la montaña... O porque llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir —ironizó.
—Pues ha caído una buena nevada durante la noche, aunque ya me lo imaginaba.
Ella se sirvió el café y dió un sorbo. Como de costumbre, la cafeína le hizo sentirse tan bien como si, de repente, el mundo tuviera sentido.
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