El aire frío traspasó la ropa de Paula Chaves cuando bajó del coche alquilado y miró la sede del Bighorn Therapeutic Riding. Estaba en Alberta, pero le pareció el Polo Norte; sobre todo, porque solo habían transcurrido unas horas desde que había salido de la cálida y soleada Sídney, muy a su pesar. Se cerró el chaquetón y abrió el maletero para sacar la bolsa de viaje y la maleta, cuyas ruedas chirriaron y resbalaron en el camino lleno de nieve que llevaba a la enorme cabaña de madera. Antes de bajar del coche, le había parecido que el edificio tenía un aire muy romántico, como si fuera un chalet de alta montaña, y había sonreído al ver las luces de colores que brillaban entre las plantas del porche. Pero eso había sido antes de salir del vehículo, donde aún disfrutaba de las ventajas de la calefacción. En ese momento, tenía tanto frío que la cabaña estaba perdiendo rápidamente su magia invernal. Tiró de la maleta y la subió al porche con algunas dificultades, porque pesaba mucho. Y, cuando por fin llegó a la puerta, estaba tan enfadada que llamó tres veces al timbre. Luego, se cerró un poco más el chaquetón y esperó. Para entonces, tenía las piernas heladas y casi no sentía los pies en el interior de sus elegantes botas de piel. Echó un vistazo a su alrededor y se fijó en la camioneta que estaba estacionada junto al granero. Su abuela había abusado de su sentimiento de culpabilidad y la había convencido para que viajara a Alberta y sacara unas cuantas fotografías del rancho, que dirigía un tal Pedro Alfonso, pero no le había hecho ninguna gracia. Se le ocurrían mil sitios más interesantes y agradables que aquel lugar helado. Pero allí estaba, congelándose, así que dejó la maleta junto a la puerta y caminó hacia el granero, por una de cuyas ventanas brillaba una luz que ponía un contrapunto cálido a la penumbra gris de los últimos momentos de la tarde. Daba por sentado que dentro se estaría mejor que a la intemperie. Apretó el paso para llegar cuanto antes a la puerta y, momentos después, tropezó con una masa de hielo que estaba oculta bajo la nieve.
—¡Ay! —gritó al caer al suelo.
Dolorida, cerró los ojos durante unos segundos; y, cuando los volvió a abrir, se encontró ante un par de botas que daban a unas largas piernas de hombre, enfundadas en unos pantalones vaqueros. Paula se sintió tan humillada que se ruborizó. No se podía decir que caerse de culo fuera la mejor forma de dar una buena impresión a un desconocido.
—Tú debes de ser Paula —dijo el hombre con una voz ronca y algo sarcástica—. Permíteme que te ayude.
La sensual voz le produjo un estremecimiento que empeoró cuando alzó la vista y la clavó en Pedro Alfonso, aunque no estaba segura de que fuera él. Era sencillamente impresionante. Un alto y magnífico vaquero de los pies a la cabeza, con una chaqueta de piel de carnero y un sombrero marrón. Su mirada de fotógrafa se lo imaginó al instante como un icono del Salvaje Oeste.
—Espero que no te hayas dado un golpe en la cabeza —continuó él, tendiéndole una mano.
Ella se dió cuenta de que lo estaba mirando fijamente, como si estuviera ante la octava maravilla del mundo, así que se obligó a reaccionar y aceptó su mano.
—Gracias.
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