Pedro abrió la puerta del cercado y esperó a que los caballos entraran en sus respectivas cuadras, buscando calor, agua y heno. Sabía que se avecinaba una tormenta de nieve. Llevaba toda la vida a la sombra de las Rocosas, y había aprendido a reconocer los indicios. Lo notaba en la humedad del ambiente, en el color gris de las nubes y en el filo cortante de la brisa. Las cosas se estaban poniendo feas. Pero, afortunadamente, Paula Chaves había llegado antes de que se complicaran más. Mientras encerraba a los caballos, frunció el ceño. Había aceptado que ella se alojara en su casa, pero solo por una razón: Porque Marta le había prometido que Paula haría fotografías para él, y que las podría usar en la página web de Bighorn y en los materiales publicitarios que enviaba a organizaciones de todo el oeste de Canadá. Era una oferta demasiado buena para rechazarla. Andaba corto de dinero, y la ayuda profesional le iría bien. Sin embargo, Marta había añadido a continuación que Paula necesitaba desesperadamente unas vacaciones, y que su rancho era justo lo que le hacía falta.
Pedro había preferido olvidar esa parte porque no sentía el menor deseo de involucrarse en los asuntos de aquella mujer. Ya estaba bastante incómodo con la idea de que se quedara en su casa. Pero ¿Qué podía hacer? ¿Negarse y sugerir que se alojara en alguno de los hoteles de la zona? Su sentido de la hospitalidad se lo impedía, así que se resignó a tener una invitada y le preparó una habitación. Desgraciadamente, no estaba preparado para enfrentarse a la alta, elegante y preciosa rubia de acento australiano y botas altas que se había presentado en Bighorn. Era de la clase de mujeres que lo habrían intimidado en su adolescencia. La clase de chica que vestía a la moda, salía con la gente que estaba de moda y miraba con desprecio a los chicos como él, que ni estaban de moda ni eran perfectos. No le había extrañado que lo mirara con asco y disgusto cuando la ayudó a levantarse del suelo y vió su cicatriz por primera vez. Además, ya estaba acostumbrado a esa reacción. La gente no esperaba ver algo así, y le parecía que, hasta cierto punto, era una reacción natural. Pero, en ese caso, ¿Por qué le había dolido? Tal vez, porque Paula Chaves había ido más allá de la sorpresa y el desconcierto habituales. Se había quedado blanca como la nieve. Había conseguido que se sintiera un monstruo. Le había recordado las burlas de sus compañeras de instituto, que se comportaban como si cada una de ellas fuera la bella del famoso cuento y él, la bestia. No alcanzaban a imaginar lo que se sentía al estar desfigurado. Ni habrían comprendido que, por muy grande que fuera su angustia, palidecía ante el dolor de haber perdido a Pablo, su hermano gemelo. Con el paso del tiempo, las consecuencias de aquel maldito accidente se habían fundido hasta tal punto con su forma de ser que ya ni siquiera se acordaba. Pero Paula Chaves le había refrescado la memoria. Se había presentado con toda su arrogancia, como para dejar claro que no era él quien no la quería en Bighorn, sino ella quien habría preferido estar en cualquier otro sitio. Si no le hubiera hecho una promesa a su abuela, la habría echado de inmediato. Pero había hecho una promesa.
Cuando terminó con los caballos, entró en la zona del edificio que hacía las veces de almacén y pasó una mano por el trineo que había comprado a un ranchero, cerca de Nanton. Era viejo, pero sólido. Lo había decapado, había reforzado los patines y ya solo faltaba que le diera una capa de pintura. Siempre había querido tener un trineo como aquel. Uno bien grande, con pescante delantero para el conductor y espacio de sobra para un grupo de niños.
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