Una miríada de sentimientos se reflejó en el tenso rostro de Pedro antes de que esbozara una leve sonrisa.
—Vamos, señorita Chaves. Deja que te enseñe todo esto.
Era la primera vez que Paula le exigía sinceridad y que él prefería no contestar. Su instinto le advirtió que no insistiera. Respiró profundamente y entró tras él en el departamento.
—¿Ha cambiado mucho desde que tú viviste aquí? —le preguntó.
—No mucho. La combinación de colores sigue siendo la misma.
¿Combinación de colores? No creía que aquel concepto se pudiera aplicar a la decoración del departamento. Básicamente, todo era blanco, desde las tapicerías hasta el suelo de mármol e incluso los marcos de los pocos cuadros que colgaban de las paredes. Incluso los cuadros tenían unas tonalidades muy apagadas. El único color real provenía de los rayos de sol que se filtraban por las ventanas. No se imaginaba que nadie pudiera sentirse cómoda en un lugar tan estéril. Tampoco se pudo imaginar cómo un niño pequeño podría jugar y correr en un lugar que tenía la apariencia de un hospital. Decidió que no quería pensar en la infancia de Pedro. No quería volver a tener otra conversación intensa. Algunas de las cosas que él le había contado le había hecho mucho daño. No quería mostrarse vulnerable cuando tenía que ser fuerte para afrontar lo que se le avecinaba. Lo único que quería era volver a encontrar la chispa que había sentido antes, olvidarse del pasado y del futuro y vivir un presente del que no volvería a disfrutar. Agarró la mano de Pedro, tiró de ella y sonrió.
—Vamos, enséñame todo esto como me has prometido.
—Señorita Chaves —dijo él tras unos instantes. Una amplia sonrisa apareció en su rostro, —tus deseos son órdenes.
Pedro retomó su papel como guía y le mostró a Paula una enorme cocina totalmente blanca, un comedor en el que nadie en su sano juicio se atrevería a comer por miedo a dejar una mancha y el despacho más ordenado del mundo entero. Allí era el lugar desde el que Ana había gobernado su imperio criminal. Al otro lado del apartamento estaban los dormitorios.
—Éste es el cuarto de invitados —anunció Pedro mientras abría la primera puerta. Al verlo, Paula pensó inmediatamente que Dios ayudara a cualquier invitado al que le sangrara la nariz durante la noche. Después, abrió otra puerta. —Y éste es el dormitorio de Robina Hood.
Paula hizo un gesto de contrariedad antes de asomarse a un dormitorio más grande, dominado por una cama blanca tallada en forma de cisne. Por último, Pedro abrió la siguiente puerta con un amplio y elegante ademán. Los ojos de ella tuvieron que ajustarse a un espacio tan oscuro que él dió la luz para que ella pudiera verlo adecuadamente. Las paredes estaban pintadas de gris oscuro. La ropa de cama era de un azul profundo, que iba a juego con las alfombras y las cortinas. Por otro lado, el armario, el escritorio y la cómoda eran negros. No le preguntó por qué había elegido esos colores, aunque suponía que, en parte, había sido para molestar a su madre. Sobre las estanterías, había libros que se habían leído en muchas ocasiones y, en la pared opuesta a la cama, colgaba un póster algo ajado de una supermodelo escasamente vestida. Se volvió para mirarlo y señaló el póster. Pedro se encogió de hombros.
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