Cuando las poderosas oleadas del clímax fueron remitiendo, Paula cerró los ojos y deseó poder apagar su cerebro y sus sentidos. Así, no tendría que inhalar el aroma de la piel de Pedro o sentir cómo él respiraba contra su cabello. Deseó no sentir los latidos de su corazón y poder apartarlo, levantarse de la cama y salir del dormitorio con la misma furia y el mismo descaro con el que había entrado. Sin embargo, la apasionada furia que la había llevado a aquella cama se había evaporado. En aquellos momentos, lo único que le quedaba eran las consecuencias de haber permitido que todo lo que había sentido hubiera hecho desaparecer su sentido común. Debería haber sido más desinhibida y haber intercambiado fluidos corporales tal y como habían hecho sus amigas universitarias. Probablemente le habría costado recordar los nombres de los rostros junto a los que se hubiera despertado, pero, al menos, no estaría tratando de contener las lágrimas en aquellos momentos por el error monumental que acababa de cometer. Acababa de experimentar algo que ni siquiera había imaginado en sus fantasías más salvajes. No era lo que habían hecho, sino la intensidad de los sentimientos que evocaban en ella. Y, desgraciadamente, sospechaba que también en Pedro. Sin embargo, no serían los mismos. Para él solo sería algo parecido a un desahogo. Cuando Paula se marchara, él sentiría su ausencia durante un breve espacio de tiempo. Para echar de menos a alguien de verdad, esa persona debía tocar el alma y el corazón. No la echaría de menos. Para él, la pasión que habían compartido no era más que un efecto secundario del juego que ambos traían entre manos desde hacía algunos meses. El juego que se había jugado sin conocimiento de Paula, pero que lo había sido todo para ella. Él lo había sido todo para ella. De hecho, seguía siéndolo. Tuvo que tragar saliva para contener las lágrimas al comprender la imposibilidad de aquel amor. Hacer el amor con Pedro no la había ayudado a purgar nada. De hecho, había empeorado la situación. Paula tendría que redoblar el esfuerzo que necesitaría para marcharse de allí. Acababa de comprender que lo que necesitaba no eran solo las herramientas para recomponer su maltrecho corazón, sino también para avanzar por la vida sin él. Lo único positivo de todo aquello era que aquella locura no tendría como consecuencia un embarazo. Sin embargo, aquel pensamiento le produjo enseguida un fuerte sentimiento de pérdida. Había empezado a tomar la píldora hacía unos meses. Los dos habían acordado que el primer año de matrimonio sería para los dos solos y que, después, empezarían a buscar un bebé Desgraciadamente, ya no habría bebé. Nunca. Ya no. Pedro giró lentamente el rostro y le dió un beso en la parte superior de la oreja.
—Dí algo —murmuró.
Sin embargo, Paula era incapaz de hablar. Negó con la cabeza. Con mucho cuidado, Pedro se levantó y se puso de espaldas sobre la cama. Tiró de ella al mismo tiempo, de modo que Paula quedó acurrucada sobre su torso. Entonces, le agarró la mano y entrelazó los dedos con los de ella.
—¿Te he hecho daño?
—No.
Efectivamente, no había habido dolor. Solo gozo. Todo dolor posterior era tan solo culpa de Paula. Pedro le apretó los labios sobre la coronilla y se la dejó ahí. Ella deseó que se quedaran así para siempre. Sentía que tenía tantos deseos, pero sabía que ninguno de ellos se haría realidad.
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