La coraza tras la que se había protegido desapareció una fría tarde de invierno cuando Pedro le cambió el neumático que él mismo le había pinchado y tiñó su mundo de color. La ayudó a salir de la bruma que la envolvía, la devolvió a la vida y encendió su deseo. Sin embargo, todo había sido mentira y Paula ya no sabría nunca lo que se sentía al entregarse plenamente a un hombre y no conseguiría purgar jamás aquella horrible fiebre. Levantó el rostro de la almohada y se incorporó. El corazón le latía alocadamente. Todo era culpa de Pedro. Todo. Las promesas que le había hecho sobre su noche de bodas habían creado aquella fiebre dentro de su cuerpo. Antes de que pudiera cambiar de opinión, se levantó de la cama y salió del dormitorio. La furia la condujo hasta el de Pedro. Llamó con fuerza a la puerta, pero la abrió antes de que él pudiera responder. Las cortinas estaban abiertas y la luz de la luna entraba a raudales por los tres ventanales. No necesitó encender las lámparas para ver. En la pared opuesta estaba la cama más grande que había visto en su vida, una cama que le había estado vedada hasta que estuvieran legalmente casados. Pedro levantó la cabeza.
—¿Paula? —le preguntó.
No había rastro de somnolencia en aquella voz.
—Recuerda que, para tí, soy la señorita Chaves.
Cerró la puerta de una patada y se acercó a la cama.
—¿Qué te pasa? —quiso saber Pedro.
Se había sentado en la cama y la sábana se deslizó sobre su cuerpo para dejar al descubierto su torso desnudo. A Paula le latía el pulso entre las piernas con la misma intensidad que la furia en las venas. Llevaba meses fantaseando sobre el momento en el que por fin lo viera desnudo por primera vez, pero los fuertes músculos del pecho y el ligero vello oscuro que lo cubría eran mucho más de lo que su imaginación había logrado conjurar. Eso solo avivó su ira. Decidió que había llegado el momento de arrebatarle a Pedro el poder que tenía sobre ella y reclamarlo para sí. Había permitido que él dictara durante demasiado tiempo lo que había que hacer. Nunca más.
—Quiero la noche de bodas que me prometiste.
Pedro la miró fijamente durante un largo instante. Entonces, respiró profundamente y se reclinó sobre el cabecero de la cama para cerrar los ojos.
—No cierres los ojos —le espetó ella.
Pedro apretó la mandíbula y los abrió para mirarla.
—No deberías estar aquí.
—Compré esto para tí —replicó ella, ignorándole, mientras se tiraba suavemente de los finos tirantes. —Para nuestra noche de bodas. Se suponía que tenías que quitármelo con los dientes.
La respiración de Pedro se volvió errática.
—Regresa a tu habitación, señorita Chaves.
—Pensaba que me deseabas —repuso ella mientras se subía a la cama. —¿O acaso era otra mentira?
Pedro negó con la cabeza.
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