—Venga ya, deja de hacerte el mártir… Volvamos ahora a tu madre. Me estabas hablando de sus habilidades para la delincuencia y de su contradictoria moralidad.
—Te daré un ejemplo. ¿Has oído hablar de Rico Roberts, productor de Hollywood? El año pasado lo acusaron de haber abusado de algunas actrices jóvenes. Había grabaciones.
—Me suena, sí…
—Hace seis años, a Rico le robaron de su casa de Los Ángeles joyas valoradas en dos millones de dólares mientras su esposa y él estaban en una premier.
—¿Tu madre?
—En aquel momento, ella estaba en Florencia, pero esas joyas se robaron por orden suya. Estoy seguro. Mi madre conoció a Rico y a su esposa en una fiesta años antes del robo y sentía una profunda antipatía por ellos. Según se dice, él se comportó durante años como un depredador sexual, pero hasta el año pasado, no había pruebas. Además, él era un pez demasiado gordo en la industria cinematográfica y no se le podía hacer caer sin pruebas irrefutables. Esas eran las personas que se convertían en objetivos de mi madre. Personas por las que no podía sentir pena.
—¿Una especie de Robina Hood moderna?
—Sí, pero con los beneficios exclusivamente solo para ella. Si Rico le hubiera caído bien y no hubiera habido esos rumores sobre él, estoy seguro de que su esposa y él aún tendrían en su poder esa colección de joyas. Estoy seguro de que si se le hubiera presentado la oportunidad de robar a alguien que le cayera bien, se habría negado. Si mi madre decide que alguien le gusta, será su amiga de por vida. Y eso le ocurre contigo, señorita Chaves.
—Vaya, me siento halagada —replicó ella asombrada. Enzo le dedicó una de sus espléndidas sonrisas.
—Deberías estarlo. Jamás le ha gustado ninguna de mis anteriores amantes.
—Nosotros no hemos sido amantes —replicó Paula, esforzándose mucho para que no se le notara la desilusión en la voz. —Supongo que eso es algo por lo que debería estarte agradecida. Nunca dejaste que llegáramos tan lejos. Creo que no podría haber soportado que me hicieras el amor y fuera mentira.
Se sonrojó al recordar las veces que le había suplicado que le hiciera el amor. El deseo que sentía por él era como una llama que no se había apagado nunca, ni siquiera cuando estaban separados. Se preguntó desesperadamente qué haría falta para apagar esa llama. Incluso en aquel momento, a pesar de las mentiras de Enzo, esa llama ardía tan brillantemente como siempre. La excitación y el deseo estaban tan presentes en ella como antes. Pedro había hecho prender esa llama. Deliberadamente. La había alimentado y la había avivado. Paula no podía odiarle más.
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