miércoles, 12 de febrero de 2025

Engañada: Capítulo 11

Otra mentira había sido la impaciencia que había mostrado para casarse con ella a la mayor brevedad posible. La mayor mentira de todas en realidad. Incapaz de seguir mirándose, Paula se metió en la ducha y se frotó con fuerza, como si así pudiera hacer desaparecer todo lo que había ocurrido aquel día y también las mentiras de Pedro. Salió del dormitorio vestida con unos vaqueros y una camiseta negra de cuello de pico con manga francesa. Había metido todo lo que había podido en una única maleta, una de las que él le compró para su primera visita a Florencia. Salió del que había sido su dormitorio hasta entonces, dejando atrás un vestidor repleto de toda la ropa de diseño que Pedro le había comprado. Sobre la cómoda, entre la selección de perfumes que él también le había regalado, estaba su anillo de compromiso. Se alegraba de marcharse así en vez de huir, tal y como había sido su primera intención. Era mucho más limpio. Más fácil. Lo obligaría a que le diera explicaciones y, después, se marcharía de allí con la cabeza bien alta y su dignidad absolutamente intacta. Tendría el resto de su vida para recomponer su magullado corazón.


Cuando Paula llegó al vestíbulo, colocó la maleta junto a la puerta principal. Observó que ya se habían limpiado los fragmentos de mármol y, tras asomarse por una ventana, vió que frente a la puerta había estacionado un coche negro con cristales tintados. El coche en el que se marcharía de allí para siempre. Estaba segura de que el chófer no se amilanaría por los reporteros que se abalanzarían sobre el vehículo en cuanto este atravesara la verja. Tras comprobar que todo estaba preparado y dejar los botines junto a la maleta, se dirigió al salón. El gintonic ya le estaba esperando sobre una mesa de cristal, pero Pedro había desaparecido. Respiró profundamente, tomó un largo trago de su copa y se sentó en su sillón favorito para esperar. La compostura que tanto se había esforzado por alcanzar estuvo a punto de abandonarla en cuanto Pedro entró por la puerta. Él también se había duchado. Había cambiado el traje por un par de vaqueros y una camiseta negra, también de cuello de pico. Y, como ella, también estaba descalzo. El día anterior, habría sentido una agradable sensación al ver que los dos se habían vestido de manera idéntica, pero, en aquel momento, solo le hizo experimentar un doloroso nudo en el estómago. Agarró con fuerza el vaso para que no se notara lo mucho que le temblaba la mano y tomó otro largo trago. Pedro le había preparado el gin-tonic exactamente como a ella le gustaba, incluso teniendo en cuenta el número de cubitos de hielo que ella prefería. Se olvidaba de lo  inteligente que era él. ¿Cómo si no podría convertirse un hombre de treinta y tres años en un multimillonario hecho a sí mismo? Además, también era muy listo y astuto. Era una combinación que le había fascinado desde el primer momento, cuando mantuvieron su primera conversación en el bar de aquel hotel en un día de invierno. Lo recordaba todo muy claramente, hasta el chasquido de los leños que ardían en la chimenea junto a la que se habían sentado.

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