—No —replicó él apretando visiblemente los músculos de los brazos.
La ira se apoderó de Paula. Se abalanzó sobre él y lo empujó con fuerza, con la intención de apartarlo de la puerta.
—¡Apártate de mi camino! —le gritó.
Desgraciadamente, él era demasiado alto, demasiado fuerte. Le agarró los brazos y se los inmovilizó contra los costados. Entonces, la obligó a darse la vuelta, sujetándola contra su fuerte torso, convirtiendo los brazos en una jaula.
—Estate quieta —le dijo cuando Paula comenzó a darle patadas.
—¡He dicho que me sueltes!
—Lo haré cuando te hayas tranquilizado —afirmó él.
Paula sentía el cálido aliento sobre el cabello. Pedro hablaba con voz tranquila, aterciopelada, con su delicioso acento, como si quisiera demostrarle lo que buscaba en ella.
—No puedes ir a ningún sitio. Les he ordenado a esos chicos que se vayan.
—En ese caso, tomaré un taxi.
—¿Y adónde irás? ¿Al aeropuerto?
—Quiero irme a casa.
—Estás en casa.
—No —replicó ella sacudiendo la cabeza. Las mejillas se le llenaron de lágrimas al recordar la alegría que había sentido cuando se imaginó aquella mansión llena de los hijos de Pedro, con el que ella disfrutaría de una maravillosa vida conyugal. —No.
—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó él sin soltarla. —Dímelo, Paula. Dime por qué lo has hecho.
—¿Qué te parece a tí? Si no me sueltas ahora mismo, voy a gritar tan fuerte que me van a oír en toda Florencia.
Pedro le dió la vuelta con la misma rapidez y agilidad con la que la había inmovilizado. Le colocó las manos sobre los hombros. Los hermosos rasgos de su rostro estaban retorcidos por la ira
—Te atreves a compórtate como si fueras la que más ha sufrido cuando estabas pensando en tomar tu pasaporte y escaparte sin darme explicación alguna ni despedirte de mí. Me has humillado delante de todo l mundo. Tuve que robar una Vespa para llegar aquí antes de que pudieras marcharte. Dime por qué lo has hecho. Me lo debes.
—Yo no te debo nada —gritó ella mientras trataba de empujarlo y apartarse de él. —Sé quién eres, maldita sea. Sé perfectamente por qué te ibas a casar conmigo. ¡Lo preparaste todo!
Pedro palideció por segunda vez en menos de una hora. Dió un paso atrás, buscando algo contra lo que apoyarse. No parecía encontrar las palabras.
—Paula…
—¡No! ¡No quiero escuchar tus mentiras! Lo sé todo. Todo. Nunca me amaste ni me deseaste. Lo único que buscabas era mi herencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario