—¡Incluso me dejó la tiara de boda de su abuela para que yo llevara algo prestado! ¿Por qué iba a hacer todo esto para luego sabotear la boda en el último minuto? No tiene ningún sentido. ¿Por qué iba a hacer todo eso si no quería que me casara contigo?
—La razón no tenía nada que ver con eso —dijo Pedro sin expresar sentimiento alguno. —No tiene ningún problema en que tú te cases conmigo. Lo que no quería era que yo me casara contigo por una falsedad.
—¿Por qué? Debió de imaginarse lo que ocurriría.
Paula se colocó la mano sobre el pecho para intentar, sin éxito, controlar un corazón que había perdido la habilidad de latir rítmicamente. Si no hubiera sido la madre de Pedro, estaría aplaudiendo como una loca y pensando en enviarle una caja de botellas de champán para darle las gracias. Pero era la madre de Pedro, su propia madre…
—¿Sabía que yo no me casaría contigo?
—Mi madre nunca hace nada sin considerar todas las posibilidades. En ese aspecto, soy digno hijo de mi madre.
—Pero entonces… —susurró Paula sin terminar de comprender lo que ocurría.
Se sentó de nuevo en la hamaca porque sentía que las piernas no la sostenían.
—Contárselo todo fue un error por mi parte —replicó él con amargura.
—Entonces, ¿Por qué lo hiciste?
—Me sentía culpable.
Paula no pudo contener una carcajada.
—¿Culpable? ¿Tú? Lo que me faltaba por escuchar.
Pedro se puso de pie y se colocó frente a ella antes de que Paula pudiera parpadear.
Bajo la luz de la luna, su bronceada piel parecía más pétrea que nunca. Sin embargo, la mano que asió la de Paula era muy cálida. Además, el brillo que había en sus ojos le recordaba la pasión que vibraba bajo aquel esculpido rostro.
—Mírame a los ojos y dime que estoy mintiendo —le dijo, inclinándose ligeramente hacia ella.
Durante un instante, Paula se sintió atrapada en el magnetismo que llevaba experimentando junto a Pedro desde la primera mirada que intercambiaron. El pulso se le aceleró y sintió una cálida presión en el vientre. Sin embargo, cuando le miró los labios, sintió una dolorosa punzada en el pecho y apartó bruscamente la mano.
—Pensaba que ya habíamos establecido que tus habilidades como mentiroso superan las de Pinocho —le espetó apartando el rostro para no seguir mirándolo.
Un dedo le rozó la mejilla. Un escalofrío le recorrió la espalda y tuvo que agarrarse con fuerza las manos para no extenderlas hacia él. Se había pasado muchas noches entre sus brazos, con el cuerpo vibrando de deseo, cuando su único consuelo y alivio eran los latidos del corazón de Pedro contra su oreja. A su lado, Paula había experimentado una sensación de seguridad que le había faltado desde la muerte de sus padres. Pedro había sido capaz de liberarla de las cadenas de la pena y le había dado esperanza, un ancla a la que aferrarse para no ir a la deriva. Desgraciadamente, ese ancla solo había sido una ilusión.
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