—Gracias —susurró Paula.
La restauración del coche de su padre no había supuesto un gran desembolso económico para Pedro, pero él sabía lo mucho que significaba para ella y lo había hecho posible.
—No quería hacerte llorar…
—No pasa nada… —murmuró ella, aclarándose la garganta. —Es que hoy los echo mucho de menos a los dos.
El rostro de Pedro realizó una nueva mueca de dolor. Los dedos que apretaban la cabeza de Paula comenzaron a masajearle el cabello. Con el pulgar de la otra mano, secó suavemente las lágrimas que le caían por las mejillas.
—Es culpa mía…
Paula no pudo refutar aquella afirmación. Sin embargo, quería hacerlo. Quería excusarle. Perdonarle. Apartar el rostro lo suficiente como para que sus labios volvieran a unirse y encontraran juntos el gozo que les proporcionaban los profundos y apasionados besos. Dejar que Pedro volviera a romperle el corazón… Y, por lo que parecía, él parecía estar luchando contra la misma tentación… Ella se apartó de él y dió un paso atrás. Sin embargo, no podía apartar la mirada de la de él. Lo mismo le ocurría a Pedro. Entonces, sin dejar de mirarla, él se arrodilló. Paula no se había dado cuenta de que se le había caído la llave hasta que él la recogió y se la puso en la mano. El tacto de sus dedos le produjo una descarga eléctrica que se hizo eco por todo su cuerpo. El oscuro deseo apareció en los ojos de Pedro. Cerró los dedos de Paula sobre la llave. Ella notó lo entrecortada que él tenía la respiración, lo mismo que le ocurría a la suya. El único otro sonido que podía escuchar era el rugido de la sangre en los oídos, un rugido que pareció apagarse cuando Pedro le colocó la mano en la cadera al levantarse y su cálido aliento danzó frente a los labios de Paula antes de que ella cerrara los ojos. Paula no tuvo que oponer resistencia porque el beso no se produjo. Los labios de Pedro apenas rozaron los suyos antes de retirarse con la misma rapidez que si hubiera recibido un disparo. Entonces, él dejó escapar un suspiro y se mesó el cabello.
—Lo siento —dijo secamente.
Paula se cubrió las ruborizadas mejillas, mortificada por el hecho de que hubiera sido él quien había parado el beso antes de que este se produjera. Había estado demasiado atrapada en el embrujo de Pedro como para reaccionar. A pesar de todo se sentía destrozada por el hecho de que, después de todo lo ocurrido, la necesidad que sentía de él era tan fuerte como lo había sido siempre, mientras que, en el caso de él, podía controlarla como si fuera un grifo que podía abrir o cerrar según quisiera. Debió de notar lo que ella estaba pensando porque, de repente, volvió a cerrar el espacio que los separaba. Le enmarcó el rostro entre las manos y dejó que su aliento acariciara de nuevo el rostro de Paula.
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