Aquel podría era lo que había convertido a Paula prácticamente en una insomne. No había respuesta clara. Si el médico le hubiera hecho unos análisis de sangre más específicos cuando fue a la consulta la primera vez para decirle que estaba muy cansada, dos años antes de su fallecimiento. O si su madre no hubiera aceptado que sus síntomas coincidían con los de la menopausia y hubiera preferido ignorar la facilidad con la que se producía hematomas… Todos aquellos si y aquellos podría no conducían a nada, dado que no había manera de saber si su madre seguiría aún con vida, pero la duda… Había tardado un año entero en aceptar que sus dudas jamás encontrarían respuesta. Por lo tanto, no estaba dispuesta a permitir que las preguntas sin respuesta volvieran a desgarrarla por dentro, sobre todo cuando significaba que la única manera de responderlas sería a través del hombre que jamás volvería a ver cuando se marchara de aquella casa. Encontró a Pedro en el comedor informal, el que solo podía acomodar a veinte personas en vez de a las cien que podían comer en el otro. Estaba sentado al final de la mesa de mármol, con el rostro muy serio, encorvado, pinchando la comida que tenía en el plato con un tenedor. El olor que emanaba del plato hizo que sintiera los aguijonazos del hambre. Estaba tomando su plato favorito, unas berenjenas laminadas, con tomate y mozzarella, una comida sencilla que estaba a años luz de las elegantes elaboraciones que consumía habitualmente cuando cenaba fuera. En cuanto la vió, su actitud cambió. Se puso muy recto, irguió el pecho y la observó atentamente. Paula se apoyó contra el umbral de la puerta y, con gran esfuerzo, consiguió hablar.
—Voy a por algo de comer. ¿Me esperas aquí?
Pedro asintió. Tenía el rostro muy serio.
Paula se quedó atónita cuando vió que el chef le había preparado a ella también su plato favorito, unos macarrones con queso. No tuvo que preguntar quién le había ordenado que lo hiciera. Tras darle las gracias y asegurarle que ella misma llevaría el plato a la mesa, lo colocó sobre una bandeja y regresó al comedor. Se sentó a la mesa, más o menos a la mitad. Si se hubiera sentado frente a Pedro, habría tenido que gritar. De ese modo, estaba lo suficientemente cerca de él para poder hablar, pero no demasiado como para que se produjera cualquier contacto físico, accidental o no. Además, al estar a un lado, no tenía que mirarlo a menos que quisiera.
—Gracias por pedirle a Eduardo que me preparara este plato —le dijo.
—De nada.
A Paula no le gustó la suavidad que había en la voz de Pedro. De hecho, la odiaba y la amaba al mismo tiempo. Entonces, tras empezar a comer, se dió cuenta de que lo odiaba y lo amaba a él de igual manera.
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