—¡Otra mentira! Lo dejé todo por tí y todo lo nuestro era mentira. Querías que te explicara por qué te he humillado delante de todo el mundo en la catedral, pues ahí lo tienes. No quiero pasar ni un solo segundo más en tu compañía, así que apártate y deja que me marche. No quiero volver a verte nunca más.
Los hermosos ojos castaños que Paula había observado con el corazón lleno de amor y esperanza la observaron impasibles antes de cerrarse. Pedro tragó saliva y levantó lentamente el pecho, como si estuviera tratando de controlar sus sentimientos. Entonces, se apartó de la puerta. Pisoteó los trozos de mármol para ir a recogerle el bolso y se lo entregó. Sin decir palabra, Paula se lo arrebató de la mano y se dirigió hacia la puerta. En el momento en el que sus pies desnudos tocaron los escalones de mármol, una cacofonía de ruido y luces que rivalizaban con los rayos del sol la engulleron. Al otro lado de la verja, los paparazis peleaban por encontrar el mejor sitio para verla. La andanada de preguntas que empezaron a gritarle estuvo a punto de quedar ahogada por el ruido del motor del helicóptero que se acercaba. Paula permaneció allí un largo instante, observándolos. Un comentario de ella bastaría para hundir a Pedro Alfonso. Su imagen de filántropo y de buena persona quedaría destruida solo con ocho palabras. «Se quería casar conmigo para robarme mi herencia». Comenzó a dirigirse lentamente hacia la verja, pero, entonces, se detuvo. Sabía lo que Pedro había hecho. Sabía también por qué lo había hecho. Lo que no sabía era cómo. Decidió regresar hacia la mansión. El vestíbulo estaba vacío. Anduvo con cuidado para no pisar los trozos de la estatua de mármol rota. Encontró a Pedro en el bar que había en el enorme salón de dos alturas que daba al inmenso jardín trasero en el que siempre se había imaginado a sus hijos jugando. Pedro se estaba sirviendo una copa y estaba de espaldas a ella. Sintió de nuevo el impulso de darse la vuelta y marcharse como había sido su intención, pero se contuvo. Se merecía respuestas. Necesitaba respuestas.
—He cambiado de opinión —dijo. Al escuchar las palabras, Pedro se giró para mirarla. —Voy a dejarte, pero, primero, me merezco respuestas —añadió. —Voy a cambiarme y recoger mis cosas. Mientras lo hago, puedes servirme un gin-tonic y hacer que un coche venga a buscarme. Cuando regrese aquí, nos tomaremos una última copa juntos y tú me explicarás qué es lo que tanto odias en mí para llegar a pensar que yo me merecía que me trataras con tanta crueldad.
La única reacción de Pedro a las palabras de Paula fue un leve movimiento de hombro. No se volvió a mirarla siquiera, algo que ella agradeció porque así no vio la lágrima que se deslizaba lentamente por su mejilla.
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