Cuando franqueó la puerta de la mansión, se quitó inmediatamente los zapatos y echó a correr por el vestíbulo. Atravesó el arco que conducía al ala este de la casa y entró en la sala de cine. Las paredes estaban decoradas con carteles de las películas de Hollywood más famosas de los años cincuenta y sesenta. Paula se dirigió directamente a una, en la que aparecía una hermosa rubia flaqueada por dos hombres en bañador. La descolgó. Recordó lo mucho que se había reído cuando Pedro le mostró la caja fuerte. Recordó también la sonrisa que se le dibujó en el rostro cuando guardó en ella el pasaporte de Paula hacía una semana. A ella le había producido una gran felicidad, sintiendo que se había mudado allí con Pedro a pesar de que él había insistido en que no compartieran dormitorio hasta después de la boda. Ojalá hubiera sabido que era porque estaba más cerca de darle lo que de verdad él quería. No era ella. Nunca había sido ella su objetivo.
Mientras aplicaba la retina al escáner, recordó el día en el que se habían conocido, cinco meses atrás. Iban a celebrar el cumpleaños de su tía en un precioso hotel rural. El tiempo era tan frío y gris como la nube que llevaba envolviendo a Paula desde hacía tres años y medio. La sensación de desolación se acrecentó cuando, tras salir de la fiesta, descubrió que tenía pinchada una rueda del coche. Sacó la de repuesto del maletero y comenzó a pelearse con los pernos de la llanta. Entonces, un hombre muy atractivo, con una deslumbrante sonrisa y unos maravillosos ojos castaños, se bajó de un coche que valía más que su casa y se ofreció a ayudarla. De hecho, insistió en hacerlo. Recordó cómo él se había quitado el abrigo marrón oscuro y la chaqueta del traje que, con toda probabilidad, costaba más que el departamento entero de Paula. Cuando se los entregó a ella, notó un maravilloso aroma, muy masculino. A continuación, Pedro se remangó la camisa y se sentó en el suelo. Mientras procedía a cambiar el neumático, no había dejado de hablar con ella, envolviéndola con su maravillosa y profunda voz, marcada con el acento más fantástico que ella había escuchado nunca. Cuanto terminó, Paula se sintió totalmente apesadumbrada al ver que él tenía los pantalones y la camisa manchados de grasa y de suciedad.
—Quiero que me envíe la factura de la tintorería —le había insistido ella mientras le devolvía la americana. —Es lo menos que puedo hacer.
—Bueno —dijo él mientras se ponía la chaqueta, —puede acompañarme al bar que hay en ese hotel para que podamos descongelarnos tomando algo caliente junto al fuego de la chimenea.
Paula aún podía experimentar la excitación que había sentido al escuchar aquellas palabras. Recordaba que le había mirado las manos para ver si estaba casado.
—¿Pero qué clase de recompensa es esa para usted? —replicó mientras lo ayudaba a ponerse el abrigo.
—Bueno, la persona con la que tenía una reunión se va a retrasar, con lo que no tengo nada que hacer durante la próxima media hora o así. Si me hace compañía, me evitará morirme de aburrimiento. De hecho — añadió, —me estará haciendo un favor. Una bebida y estaremos en paz.
Paula le había dedicado una sonrisa.
—De acuerdo. Pero pago yo —le había respondido.
A eso, Pedro se había limitado a fruncir el ceño y a chascar la lengua.
—Un caballero nunca deja que una dama le invite.
—¿Acaso no se ha dado cuenta de que ya estamos en el siglo XXI?
Los dos se echaron a reír. Paula había sentido una inmediata conexión con él desde el principio. Saber que todo había sido preparado cuidadosamente, que incluso él mismo le había pinchado la rueda…
No hay comentarios:
Publicar un comentario