El trabajo de Paula era precisamente lo que más había despertado el interés de la prensa. Por supuesto, les habría interesado cualquier mujer con la que Pedro se hubiera comprometido, pero el hecho de que uno de los solteros más deseados de Europa se hubiera enamorado de una maestra de primaria llevaba el asunto a otro nivel. No era de extrañar que Enzo se hubiera gastado tanto dinero para protegerla de la prensa. Ella había creído que solo lo hacía por su bien, pero, en realidad, se estaba protegiendo a sí mismo para evitar que cualquier periodista pudiera descubrir el vínculo que Pedro tenía con el abuelo de Paula. Otra mentira más.
—No te puedes ni siquiera imaginar lo que lo siento —dijo él acariciando suavemente el vaso de cristal con los mismos largos dedos que había utilizado para acariciarla a ella.
—¡Qué fácil es decir eso ahora!
—¿Te he dado alguna razón para que pienses que estoy mintiendo desde que hemos empezado esta conversación?
—Vamos a ver, Pedro. Todo lo que me has dicho en los cinco meses que hace que nos conocemos es mentira. Se te da tan bien que dejas en evidencia hasta al mismísimo Pinocho.
—Nunca te he mentido sobre lo que siento por tí.
—¡Si vuelves a decir eso una sola vez más, le daré todas mis acciones a un refugio para perros! —le prometió.
Y lo haría. No podía soportar la falsa sinceridad de aquella aterciopelada voz. No podía soportar lo mucho que le costaba no creerle. No podía soportar cómo su cuerpo ardía estando cerca de él. No podía soportar que se le recordara hasta qué punto había caído presa de su red de engaños.
—Medianoche —añadió antes de que Pedro pudiera hablar. —Quiero las acciones a mi nombre a medianoche.
—Imposible.
—Eres Pedro Alfonso. Nada es imposible para tí.
Aquel era el hombre que había hecho aterrizar su helicóptero en el patio del colegio donde Paula trabajaba solo para poder llevársela a pasar la tarde a Mónaco. El hombre que había conseguido las mejores butacas en el estreno de un musical en Broadway que había mencionado que le gustaría ver en algún momento y que también había conseguido una mesa en el restaurante más exclusivo de Nueva York para completar la velada. Pedro era el hombre que, con una llamada un viernes por la tarde, había conseguido que le enviaran el prototipo de un deportivo en el que estaba interesado desde Alemania a su mansión de Florencia al día siguiente.
—No se puede hacer —insistió él. —Necesitaré veinticuatro horas. Algo más, dado que mañana es domingo.
—Medianoche.
—Ya te he dicho que necesito veinticuatro horas, Paula.
—Y ya te he dicho yo que no vuelvas a pronunciar mi nombre.
—Entonces, ¿Cómo me dirijo a tí? —replicó él con una nueva demostración de ira, algo que nunca había hecho en los cinco meses que habían estado juntos.
Paula se alegró. Eso significaba que, por fin, sentía que estaba perdiendo la partida que había estado jugando con ella.
—Puedes dirigirte a mí como lo hacen mis alumnos. Señorita Chaves —afirmó ella. Miró el reloj. Eran casi las ocho de la tarde. Era increíble lo rápido que había pasado el tiempo. —Ocho de la mañana. Última oferta.
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