viernes, 7 de febrero de 2025

Engañada: Capítulo 8

En circunstancias normales, Paula se habría maravillado al ver la velocidad a la que Pedro recuperaba la compostura. De hecho, así le había ocurrido en el pasado. Siempre se había quedado asombrada al ver la capacidad que él tenía para refrenarse en las contadas ocasiones en las que había estado a punto de perder el control y hacerle el amor tal y como ella le había suplicado. A pesar de su evidente estado de excitación, visible incluso a través de la ropa que jamás se quitaba, siempre había logrado contenerse. Le bastaba respirar profundamente por la nariz para que la pasión que había visto arder en sus ojos desapareciera presa de una férrea compostura. Al menos, por fin sabía cómo había sido capaz de contenerse. Mientras ella ardía en deseo, sintiendo incluso un dolor físico, para Pedro no había sido difícil refrenar las reacciones de su cuerpo. Estas solo habían sido una reacción automática, algo que él podría haber experimentado por cualquier mujer razonablemente atractiva. Él la miró fijamente a los ojos.


—¿Cómo lo has descubierto?


Paula soltó una carcajada a pesar de las lágrimas.


—¿Es eso lo único que se te ocurre preguntar? ¿Lo único que te importa?


—Te lo pregunto porque es importante.


—Esta mañana, una mujer dejó en la recepción un sobre urgente para mí. No sé quién era esa mujer ni me importa.


—¿Era una copia del testamento de tu abuelo?


La ira volvió a apoderarse de Paula. Recordó que, en una ocasión, durante el transcurso de una comida, le había mencionado que jamás había conocido a los padres de su madre por un distanciamiento que había ocurrido antes de que ella naciera. En aquel momento, frente a Pedro, la ira le hizo comprender la breve muestra de compasión que él le había dedicado y el hecho de que cambiara rápidamente de tema. Pedro ya lo sabía. De hecho, conocía su pasado mucho mejor que ella misma. Lo conocía porque él había sido el socio de su abuelo y el hombre en el que este había confiado lo suficiente como para nombrarlo albacea de su testamento. Eso significaba que Pedro debía de haber sabido todo sobre sus padres. La noche en la que Paula se acurrucó contra él y le contó cómo su padre había sufrido un ataque al corazón fulminante solo tres días después de que su esposa, la madre de Paula, falleciera de leucemia, Pedro le acarició el cabello y murmuró palabras de consuelo, pero, en realidad, él ya lo sabía todo.


—¿Cómo has podido hacerme esto? Todo este tiempo. Todas esas mentiras. Me dijiste que me amabas y, en realidad, lo único que querías era su empresa. Suéltame. Me duele hasta mirarte.


Pedro la observaba totalmente impasible. Ni una pizca de remordimiento. Su autocontrol era demasiado férreo.


—¿Te acuerdas de todos los paparazis que estaban en la catedral? Ya están aquí, en la verja. Si te marchas ahora, te comerán viva.


—Como si te importara lo que me ocurra.


—Claro que me importa.


—¡No mientas! —gritó Paula. Volvió a perder el control y arrojó el bolso con fuerza y golpeó una estatua de mármol del siglo XVIII. Esta cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Sintió que podría recorrer toda la casa y destruir todos los objetos que Pedro pudiera tener en alta estima, rompiéndolos en los mismos pedazos en los que él le había roto el corazón. —Todas las palabras que hemos intercambiado han sido mentira.


—Eso no es cierto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario