Los dos se pusieron frente a frente y entrelazaron las manos.
—¿Tú, Pedro Alfonso, tomas a Paula Chaves como esposa…?
Paula sintió náuseas. Pedro la miraba con adoración y, sin dudarlo ni un momento, dijo:
—Sí, quiero.
Había llegado el momento de Paula.
—¿Y tú, Paula Chaves, tomas a Pedro Alfonso…?
Paula respiró profundamente y miró a Pedro a los ojos. Entonces, con la voz más rotunda y firme que pudo reunir, lo suficientemente alto y fuerte para que la escucharan todos los presentes, dijo:
—No. No, quiero.
Pedro echó la cabeza hacia atrás como si ella lo hubiera abofeteado. La media sonrisa se heló en sus labios y su hermoso rostro palideció. Abrió la boca, pero no consiguió pronunciar palabra.
Lo único que había animado a Paula desde que abrió el sobre a primera hora de aquel día había sido imaginarse aquel momento, el instante en el que le infligiría una décima parte del dolor y de la humillación que ella estaba experimentando. Desgraciadamente, no sintió nada de la satisfacción que había anhelado. El discurso que se había preparado mentalmente se le ahogó en la garganta. Incapaz de seguir mirándolo ni un segundo más, apartó las manos de las de él y se dirigió de nuevo hacia la puerta de la catedral dejando a su paso un sepulcral silencio. Cuando salió de la catedral y sintió el calor del sol sobre su rostro comprendió la magnitud de lo que acababa de hacer. Varias horas antes, instantes antes de que llegara la peluquera, el hotel había recibido un sobre anónimo, con su nombre y el número de la suite en la que se alojaba. Sobre el envoltorio, se había escrito la palabra Urgente. Nada más abrirlo, la nube de felicidad que la había envuelto hasta ese instante se había desvanecido. En aquellos momentos, sentía una dolorosa agonía en el interior de su ser, desgarrándole por completo el alma. A duras penas, comenzó a bajar los escalones. De repente, los paparazis y los curiosos, todos charlando animadamente mientras esperaban que la ceremonia concluyera, se dieron cuenta de que la novia acababa de salir veinte minutos antes de lo esperado. Antes de que pudieran reaccionar, se levantó la falda del vestido y echó a correr por la piazza. Dejó atrás la limusina que esperaba para transportar a la feliz pareja al banquete de bodas. Todos la miraron boquiabiertos. Ajena a todas las voces que gritaban su nombre, siguió corriendo. No tenía en mente ningún destino en particular. Solo sentía una abrumadora necesidad de huir tan lejos como le fuera posible, de alejarse del hombre que le había roto el corazón. Habría seguido corriendo hasta destrozar los zapatos, pero, de repente, un tacón se le enganchó en el empedrado del suelo e hizo que cayera como una niña. Acabó de bruces sobre el suelo, a punto de estamparse el rostro contra el antiguo pavimento.
—¿Signorina?
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