viernes, 28 de febrero de 2025

Engañada: Capítulo 45

Cuando las poderosas oleadas del clímax fueron remitiendo, Paula cerró los ojos y deseó poder apagar su cerebro y sus sentidos. Así, no tendría que inhalar el aroma de la piel de Pedro o sentir cómo él respiraba contra su cabello. Deseó no sentir los latidos de su corazón y poder apartarlo, levantarse de la cama y salir del dormitorio con la misma furia y el mismo descaro con el que había entrado. Sin embargo, la apasionada furia que la había llevado a aquella cama se había evaporado. En aquellos momentos, lo único que le quedaba eran las consecuencias de haber permitido que todo lo que había sentido hubiera hecho desaparecer su sentido común. Debería haber sido más desinhibida y haber intercambiado fluidos corporales tal y como habían hecho sus amigas universitarias. Probablemente le habría costado recordar los nombres de los rostros junto a los que se hubiera despertado, pero, al menos, no estaría tratando de contener las lágrimas en aquellos momentos por el error monumental que acababa de cometer. Acababa de experimentar algo que ni siquiera había imaginado en sus fantasías más salvajes. No era lo que habían hecho, sino la intensidad de los sentimientos que evocaban en ella. Y, desgraciadamente, sospechaba que también en Pedro. Sin embargo, no serían los mismos. Para él solo sería algo parecido a un desahogo. Cuando Paula se marchara, él sentiría su ausencia durante un breve espacio de tiempo. Para echar de menos a alguien de verdad, esa persona debía tocar el alma y el corazón. No la echaría de menos. Para él, la pasión que habían compartido no era más que un efecto secundario del juego que ambos traían entre manos desde hacía algunos meses. El juego que se había jugado sin conocimiento de Paula, pero que lo había sido todo para ella. Él lo había sido todo para ella. De hecho, seguía siéndolo. Tuvo que tragar saliva para contener las lágrimas al comprender la imposibilidad de aquel amor. Hacer el amor con Pedro no la había ayudado a purgar nada. De hecho, había empeorado la situación. Paula tendría que redoblar el esfuerzo que necesitaría para marcharse de allí. Acababa de comprender que lo que necesitaba no eran solo las herramientas para recomponer su maltrecho corazón, sino también para avanzar por la vida sin él. Lo único positivo de todo aquello era que aquella locura no tendría como consecuencia un embarazo. Sin embargo, aquel pensamiento le produjo enseguida un fuerte sentimiento de pérdida. Había empezado a tomar la píldora hacía unos meses. Los dos habían acordado que el primer año de matrimonio sería para los dos solos y que, después, empezarían a buscar un bebé Desgraciadamente, ya no habría bebé. Nunca. Ya no. Pedro giró lentamente el rostro y le dió un beso en la parte superior de la oreja.


—Dí algo —murmuró.


Sin embargo, Paula era incapaz de hablar. Negó con la cabeza. Con mucho cuidado, Pedro se levantó y se puso de espaldas sobre la cama. Tiró de ella al mismo tiempo, de modo que Paula quedó acurrucada sobre su torso. Entonces, le agarró la mano y entrelazó los dedos con los de ella.


—¿Te he hecho daño?


—No.


Efectivamente, no había habido dolor. Solo gozo. Todo dolor posterior era tan solo culpa de Paula. Pedro le apretó los labios sobre la coronilla y se la dejó ahí. Ella deseó que se quedaran así para siempre. Sentía que tenía tantos deseos, pero sabía que ninguno de ellos se haría realidad.


Engañada: Capítulo 44

Por fin. El momento con el que había estado soñando durante sus largas noches de soledad. Pedro levantó la cabeza. Ambos se rozaron la punta de la nariz. Entonces, él le colocó una mano entre los muslos y se los separó suavemente. A continuación, llevó esa misma mano al trasero y se lo levantó ligeramente. Durante aquellos momentos, la potente erección jugaba contra el centro de su deseo, provocándole deliciosas sensaciones por todo su sexo. Todo el cuerpo le temblaba y le pareció que también el de Pedro. Con una ligera presión, la gruesa erección se deslizó poco a poco hacia el lugar en el que ella la necesitaba. Su cuerpo se abrió como si fuera una flor. Entonces, con infinito cuidado y ternura, Pedro lenta, muy lentamente, la llenó por completo. Paula tenía los ojos cerrados. Prácticamente no respiraba. Cualquier dolor que pudiera sentir quedaba oculto por las sensaciones que la abrumaban. Pedro le colocó los labios sobre la mejilla y comenzó a besarla con la misma ternura que la había poseído.


—Agárrate a mí —murmuró.


Paula cerró los ojos con más fuerza y se agarró a él con más fuerza, entrelazándole los brazos alrededor del cuello y apretando los muslos contra los de él. El corazón le latía con tanta fuerza que parecía el aleteo de un colibrí. Pedro salió de ella lentamente, unos pocos centímetros, y luego volvió a hundirse en ella. Repitió aquel gesto una vez más, retirándose un poco más. Cuando volvió a hundirse en ella, la sensación hizo que Paula lanzara un gemido de placer y abriera los ojos. Sintió una cálida sensación en el corazón al ver la concentración que había en su rostro. Pedro se estaba conteniendo porque no quería hacerle daño. Cuando Paula lo comprendió, buscó sus labios y subió las piernas para rodearle la cintura. De repente, necesitó que él estuviera tan dentro de ella como fuera posible.


—Hazme el amor —susurró antes de profundizar el beso.


—Mi amore…


A medida que fueron incrementando el ritmo, Paula se vió transportada a un mundo en el que solo existía el placer que le proporcionaba Pedro. Sin dejar de besarlo, le deslizó las manos por la espalda, gozando con la suavidad de su cálida piel. Buscaba los contornos de los músculos porque necesitaba tocarlo con una desesperación que jamás habría creído posible. Mientras tanto, las sensaciones que estaba experimentando en la pelvis eran cada vez más tórridas, como le había ocurrido antes, aunque, en aquellas ocasiones, tenían una plenitud que no había conocido nunca hasta entonces. Esta se le extendía por las ventanas, empapándole los huesos y la piel, ahogándola en un éxtasis que la llevó a lo más alto y que provocó oleadas de profundo placer por todas las partes de su cuerpo. Arqueó el cuello y se aferró a él, gritando el placer que sentía al mismo tiempo que Pedro exclamó su nombre y se hundió en ella una última vez, tan profunda y completamente que, durante un largo y glorioso instante, pareció que los dos eran el mismo cuerpo.

Engañada: Capítulo 43

Paula comprendió que se había estado conteniendo hasta entonces. Cuando apartó la boca de la de ella, Pedro le hizo echar la cabeza hacia atrás para poder devorarle a placer la garganta. La fiebre que ella había notado en los besos de él en ocasiones anteriores y el deseo en sus ojos habían sido simples sombras de lo que él le estaba dando en aquellos momentos. Pedro deslizó una mano por debajo del trasero de Paula y la hizo ponerse de rodillas antes de descansar en la base de la espalda. Así, la sujetó con firmeza mientras la acariciaba con labios y lengua. Cuando llegó a los senos, la sensación que se apoderó de ella fue tan poderosa que la hizo gritar de placer. Después, cuando se introdujo un pezón en la boca, comenzó a gemir con fuerza para expresar la intensidad de lo que estaba experimentando. A continuación, aquel sensual asalto siguió en el otro pecho. No se percató de que Pedro había apartado la sábana hasta que él la hizo tumbarse sobre la cama. En ese momento, abandonó los pechos para saborear y explorar el resto de su cuerpo. Y en ese momento, ella descubrió lo intenso que podía ser realmente el placer. Era capaz de despertar cada célula de su cuerpo hasta convertirla en un mero receptáculo de la intimidad que llevaba meses deseando. Su imaginación no le había hecho justicia. El deseo frustrado le había llevado a explorar su cuerpo en solitario en muchas ocasiones desde que Pedro entró en su vida, pero aquellos breves instantes de satisfacción no la habían preparado en modo alguno para el éxtasis que experimentó al sentir el rostro de Pedro enterrado entre las piernas. El control que tenía sobre sus propias reacciones se esfumó cuando las crecientes sensaciones que estaba experimentado llegaron a su punto álgido y explotaron antes de que ella se diera cuenta de lo que iba a ocurrir. Tras dejar escapar un profundo grito de placer, apretó las piernas involuntariamente y arqueó la espalda para cabalgar sobre los espasmos del gozo que se apoderaban de ella. Poco a poco, las sensaciones fueron desvaneciéndose. Fue entonces consciente de que Pedro había empezado a subir hacia el vientre, lamiéndole y besándole la piel que iba encontrando a su paso. Paula tembló al sentir los labios contra la garganta y comprender que él la estaba cubriendo por completo. Su poderosa erección estaba colocada ya entre la unión de los muslos. Ella abrió los ojos y, cuando vió cómo Pedro la estaba mirando, se vió abrumada por un tsunami de sensaciones. Aquella mirada era todo lo que había soñado para su noche de bodas. Todo lo que sentía, todo lo que estaba experimentando…


—Te odio —dijo con voz ronca cuando fue capaz de retomar la palabra.


—Lo sé…


Entonces, la besó de una manera tan salvaje que le arrebató a Paula el aliento que le quedaba. Ella le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso con idéntico fervor. Todo el amor y todo el odio que sentía por él se reflejaron en aquella expresión de deseo que vibraba en lo más profundo de su ser y estaba aderezada con una anticipación que le aceleraba cada vez más los latidos del corazón.


Engañada: Capítulo 42

 —Entonces, ¿Me deseas o no? —le preguntó ella mientras se sentaba sobre Pedro a horcajadas. —¿Es verdad o mentira que sientes deseo hacia mí?


—Sabes que es cierto —susurró él. Tenía la voz ronca, como si estuviera sufriendo un dolor insoportable.


—¿Sí? —le desafió ella. Entonces, agarró el bajo del salto de cama y se lo sacó por la cabeza. Lo arrojó al suelo. Algo oscuro y peligroso se había apoderado de ella y se alegraba. —En ese caso, demuéstralo.


Nunca tendría una noche de bodas. Ya no. Cuando se marchara de aquella casa, todo se habría terminado para ella. No permitiría que otro hombre se acercara lo suficiente como para ponerle un dedo encima. Aunque no fuera así, estaba totalmente convencida de que ningún hombre le haría sentir ni una mínima parte de lo que experimentaba junto a Pedro. Lo odiaba por eso. Odiaba que él hubiera destruido cualquier posibilidad de forjar una relación verdadera y real con un hombre. Los ojos de él se habían oscurecido. Tenía la respiración acelerada. Sin apartar los ojos de él, Paula apoyó las manos sobre el torso desnudo y, por primera vez, deslizó los dedos entre el oscuro vello que lo cubría. Él contuvo el aliento y se echó a temblar. Sus ojos parecieron oscurecerse aún más. El deseo que ella sentía era furioso, avasallador. El pulso que notaba entre las piernas le latía con más fuerza que nunca. De repente, él se incorporó un poco más y rodeó el cuerpo de Paula con un brazo. Le colocó la otra mano en la parte posterior de la cabeza.


—¿A quién estás castigando aquí? —le susurró. Su rostro estaba tan cerca del de Paula… —¿A tí o a mí?


Los senos de Paula rozaron el torso de Pedro. Las sensaciones que ella experimentó fueron mucho más de lo que podía soportar. Entonces, le cubrió las mejillas con las manos.


—A los dos —respondió con voz ronca.


Pedro le tiró del cabello con fuerza. Sus ojos castaños la observaban con tal intensidad que Paula creyó diluirse en ellos. Entonces, un instante después, la besó tan dura y apasionadamente que el dolor fue casi tan agudo como el placer. Ella se dejó llevar. Separó los labios en sincronía con los de él. Entonces, le deslizó los dedos por la cabeza hasta llegar a la parte posterior y la agarró con la misma fuerza con la que él asía la suya. Las bocas se unieron con furia y las lenguas empezaron a bailar juntas. Estuvo a punto de gritar de alivio. Aquello era precisamente lo que quería. Lo que necesitaba. Que las caricias de él la ayudaran a borrar el dolor y a olvidarse de sus pensamientos. No quería pensar. Solo quería perderse en Pedro, aunque fuera por una noche. Apretó los senos contra el torso de él y sintió que una fuerte mano le acariciaba la espalda desnuda y exploraba su cuerpo hasta llegar a la suave curva del trasero antes de volver a empezar. La sábana de seda aún cubría el regazo de Pedro, pero, por debajo, Paula ya sentía la potente erección contra su sexo. Esa sensación la poseía, llenándola de un calor ardiente al saber que, muy pronto, el desesperado deseo que tan vivo estaba en sus venas sería saciado. Pedro se apartó un instante para mirarla.


—Dio, ¡Eres tan hermosa! —murmuró él con voz ronca antes de darle otro apasionado beso.

Engañada: Capítulo 41

La coraza tras la que se había protegido desapareció una fría tarde de invierno cuando Pedro le cambió el neumático que él mismo le había pinchado y tiñó su mundo de color. La ayudó a salir de la bruma que la envolvía, la devolvió a la vida y encendió su deseo. Sin embargo, todo había sido mentira y Paula ya no sabría nunca lo que se sentía al entregarse plenamente a un hombre y no conseguiría purgar jamás aquella horrible fiebre. Levantó el rostro de la almohada y se incorporó. El corazón le latía alocadamente. Todo era culpa de Pedro. Todo. Las promesas que le había hecho sobre su noche de bodas habían creado aquella fiebre dentro de su cuerpo. Antes de que pudiera cambiar de opinión, se levantó de la cama y salió del dormitorio. La furia la condujo hasta el de Pedro. Llamó con fuerza a la puerta, pero la abrió antes de que él pudiera responder. Las cortinas estaban abiertas y la luz de la luna entraba a raudales por los tres ventanales. No necesitó encender las lámparas para ver. En la pared opuesta estaba la cama más grande que había visto en su vida, una cama que le había estado vedada hasta que estuvieran legalmente casados. Pedro levantó la cabeza.


—¿Paula? —le preguntó. 


No había rastro de somnolencia en aquella voz.


—Recuerda que, para tí, soy la señorita Chaves.


Cerró la puerta de una patada y se acercó a la cama.


—¿Qué te pasa? —quiso saber Pedro. 


Se había sentado en la cama y la sábana se deslizó sobre su cuerpo para dejar al descubierto su torso desnudo. A Paula le latía el pulso entre las piernas con la misma intensidad que la furia en las venas. Llevaba meses fantaseando sobre el momento en el que por fin lo viera desnudo por primera vez, pero los fuertes músculos del pecho y el ligero vello oscuro que lo cubría eran mucho más de lo que su imaginación había logrado conjurar. Eso solo avivó su ira. Decidió que había llegado el momento de arrebatarle a Pedro el poder que tenía sobre ella y reclamarlo para sí. Había permitido que él dictara durante demasiado tiempo lo que había que hacer. Nunca más.


—Quiero la noche de bodas que me prometiste.


Pedro la miró fijamente durante un largo instante. Entonces, respiró profundamente y se reclinó sobre el cabecero de la cama para cerrar los ojos.


—No cierres los ojos —le espetó ella.


Pedro apretó la mandíbula y los abrió para mirarla.


—No deberías estar aquí.


—Compré esto para tí —replicó ella, ignorándole, mientras se tiraba suavemente de los finos tirantes. —Para nuestra noche de bodas. Se suponía que tenías que quitármelo con los dientes.


La respiración de Pedro se volvió errática.


—Regresa a tu habitación, señorita Chaves.


—Pensaba que me deseabas —repuso ella mientras se subía a la cama. —¿O acaso era otra mentira?


Pedro negó con la cabeza.

miércoles, 26 de febrero de 2025

Engañada: Capítulo 40

Se colocó delante del espejo tal y como había hecho cuando lo compró y se imaginó el deseo que habría provocado en Pedro justo antes de que él se lo quitara. La prenda resultaba muy favorecedora y le hacía parecer más exuberante de lo que en realidad era, aunque no lograba resaltar sus pequeños senos. Los tirantes eran muy finos y se unían con el cuerpo de seda y ayudaban a resaltar el profundo escote en uve. El bajo apenas le cubría el trasero. No era un camisón para dormir, sino una prenda para compartir y disfrutar. Sin dejar de mirarse en el espejo, Paula se cubrió los senos con las manos y se imaginó que era Pedro quien se los acariciaba. Cerró los ojos y soñó con que él reemplazaba una de las manos con los labios. Cuando la otra mano se deslizó entre los muslos, un ataque de ira se apoderó de ella y apartó las manos de aquellas zonas tan sensibles de su cuerpo para lanzarse sobre la cama. No eran solo los sueños para aquella noche de bodas lo que Pedro había despertado en ella, sino también una especie de veneno, de enfermedad, que le recorría la sangre y, con ella, todo el cuerpo. No había duda alguna de que el deseo se había transformado en enfermedad, porque si no, ¿Cómo era posible que el deseo le hiciera sentir tan mal en aquellos momentos? La promesa de Pedro de que merecería la pena esperar le había creado una serie de expectativas poco realistas y había transformado un deseo común en una especie de fiebre que no podría sanar jamás. 


¿Era todo aquello un castigo por haber sido mala persona en otra vida? ¿Estaría experimentando unos sentimientos tan poco realistas por el hombre que le había roto de aquella manera el corazón si hubiera tenido experiencia previa con otros hombres? ¿Estaría allí, tumbada, ahogando las lágrimas contra la almohada, si ya hubiera conocido las caricias de otro hombre? No podía engañarse. La lujuria que sentía hacia Pedro habría sido la misma, aunque hubiera habido otros hombres antes que él, aunque, probablemente, el sufrimiento que estaba experimentando no sería el mismo. Ojalá hubiera encontrado a alguien que hubiera despertado en ella sentimientos suficientemente fuertes como para dar el paso y acostarse con él antes de que sus padres murieran. Tal vez así habría estado mejor armada para percatarse de las intenciones y las mentiras de Enzo desde el principio. No había sido así. Su experiencia con los hombres antes de Pedro había sido prácticamente nula. Su buen humor, su encanto, su glamur y su apostura la habían cegado por completo. Sin embargo, se había hecho preguntas constantemente. Desde el principio, se había preguntado por qué un hombre como Pedro podía enamorarse de una mujer como ella. No obstante, jamás había cuestionado sus propios sentimientos. Los había aceptado desde el principio, gozando con ellos porque, por primera vez en su vida, estaba experimentando algo que no era pesadumbre.


La timidez de Paula había significado siempre que estaba más cómoda entre las sombras. Cuando entró en la universidad, conoció nuevas amigas y empezó a ir a fiestas y a relacionarse de otra manera diferente a la que lo había hecho con sus amigas del colegio, mucho más tranquilas. Había empezado a disfrutar enormemente de aquella nueva vida, pero le había sorprendido la facilidad con la que sus amigas intercambiaban fluidos corporales con personas cuyos nombres les costaba recordar a la mañana siguiente. Ella no había querido que su primera experiencia sexual fuera durante una noche de borrachera. Había querido que significara algo. Cuando estaba en su tercer año, sus amigas comenzaron a sentar la cabeza y Paula, por su parte, perdió la esperanza de encontrar a alguien cuando a su madre le diagnosticaron por fin que tenía leucemia. Dos semanas más tarde, murió. Y tres días después, su padre sufría un ataque al corazón que le arrebató la vida. En poco más de un suspiro, su mundo se desmoronó y ella cayó en una pena tan profunda que tardó un año entero en retomar sus estudios.

Engañada: Capítulo 39

 —No pienses así, cara —le dijo salvajemente. Entonces, agarró la mano de Paula y la deslizó por su torso y abdomen antes de apretarse con ella la entrepierna. —Mira cómo estoy y dime que no te deseo…


Paula sintió que se le cortaba la respiración y abrió los ojos de par en par al notar la firmeza del miembro que se erguía bajo los vaqueros. Una fuerte impresión recorrió todo su cuerpo y le debilitó aún más las rodillas.


—Te deseo más de lo que he deseado nunca a nadie y daría lo que fuera, lo que fuera, por hacerte mía. Sin embargo, no pienso manipular tus sentimientos en mi beneficio. No voy a volver a ser ese hombre.


Con eso, le soltó la mano y se marchó.


Paula observó cómo desaparecía presa de un estupor tan grande que le impedía moverse e, incluso, comprender lo que él acababa de decir. Se lavó los dientes con mucha fuerza, como si así pudiera arrancarse de la boca el sabor de su propio deseo. Se había dado una segunda ducha para refrescarse la piel, pero todos los esfuerzos que hacía para inmunizarse contra Pedro parecían infructuosos. Cada vez que cerraba los ojos, sentía la firmeza de su masculinidad en la mano. Y, cada vez, entre sus piernas, latía el deseo que aquel recuerdo le despertaba. ¿Cómo era posible que siguiera deseándolo de aquella manera después de todo lo que él le había hecho? El hecho de que se hubiera molestado en restaurar el coche de su padre no cambiaba nada ni excusaba su comportamiento. Sin embargo, lo había hecho por ella. Por ella. Trató de recuperar la compostura y empezó a rebuscar en su bolsa de aseo la crema hidratante, pero no pudo encontrarla. Recordaba haberla dejado en el cuarto de baño del hotel, por lo que decidió regresar al dormitorio con la esperanza de que alguno de los empleados del hotel la hubiera metido en su maleta. Su esperanza se vió recompensada. Mientras agarraba el frío frasco, rozó una prenda de seda y sintió que el estómago se le revolvía. A pesar de todo, se armó de valor y sacó el salto de cama blanco de la maleta. Al verlo, cerró los ojos. Los recuerdos de los sueños que la habían acompañado durante tanto tiempo se apoderaron de ella. Aquel salto de cama era lo que había pensado lucir para Enzo en la noche de bodas. Aquella misma noche. Lo había planeado todo cuidadosamente. Desde la ducha que se habría dado utilizado el sensual gel que se había comprado especialmente para aquella noche al sexy maquillaje que utilizaría. No quería que su primera vez tuviera que ver con su virginidad. Había querido que fuera especial para ambos. Había soñado cómo Pedro le tocaría cada centímetro de su piel y ella haría lo mismo con el cuerpo de su esposo. En sus sueños, aquella noche sería eso, un verdadero sueño. La negativa de Pedro a hacerle el amor antes de la boda solo había acicateado sus fantasías. Él le habría hecho el amor aquella noche, de eso estaba segura. No se había arriesgado a que el matrimonio pudiera ser anulado. Casi sin pensar, se quitó el pijama y se puso el salto de cama que se había comprado con su último sueldo. Había querido pagarlo con su propio dinero, como si fuera un regalo para el hombre al que tanto adoraba.

Engañada: Capítulo 38

 —Gracias —susurró Paula. 


La restauración del coche de su padre no había supuesto un gran desembolso económico para Pedro, pero él sabía lo mucho que significaba para ella y lo había hecho posible.


—No quería hacerte llorar…


—No pasa nada… —murmuró ella, aclarándose la garganta. —Es que hoy los echo mucho de menos a los dos.


El rostro de Pedro realizó una nueva mueca de dolor. Los dedos que apretaban la cabeza de Paula comenzaron a masajearle el cabello. Con el pulgar de la otra mano, secó suavemente las lágrimas que le caían por las mejillas.


—Es culpa mía…


Paula no pudo refutar aquella afirmación. Sin embargo, quería hacerlo. Quería excusarle. Perdonarle. Apartar el rostro lo suficiente como para que sus labios volvieran a unirse y encontraran juntos el gozo que les proporcionaban los profundos y apasionados besos. Dejar que Pedro volviera a romperle el corazón… Y, por lo que parecía, él parecía estar luchando contra la misma tentación… Ella se apartó de él y dió un paso atrás. Sin embargo, no podía apartar la mirada de la de él. Lo mismo le ocurría a Pedro. Entonces, sin dejar de mirarla, él se arrodilló. Paula no se había dado cuenta de que se le había caído la llave hasta que él la recogió y se la puso en la mano. El tacto de sus dedos le produjo una descarga eléctrica que se hizo eco por todo su cuerpo. El oscuro deseo apareció en los ojos de Pedro. Cerró los dedos de Paula sobre la llave. Ella notó lo entrecortada que él tenía la respiración, lo mismo que le ocurría a la suya. El único otro sonido que podía escuchar era el rugido de la sangre en los oídos, un rugido que pareció apagarse cuando Pedro le colocó la mano en la cadera al levantarse y su cálido aliento danzó frente a los labios de Paula antes de que ella cerrara los ojos. Paula no tuvo que oponer resistencia porque el beso no se produjo. Los labios de Pedro apenas rozaron los suyos antes de retirarse con la misma rapidez que si hubiera recibido un disparo. Entonces, él dejó escapar un suspiro y se mesó el cabello.


—Lo siento —dijo secamente.


Paula se cubrió las ruborizadas mejillas, mortificada por el hecho de que hubiera sido él quien había parado el beso antes de que este se produjera. Había estado demasiado atrapada en el embrujo de Pedro como para reaccionar. A pesar de todo se sentía destrozada por el hecho de que, después de todo lo ocurrido, la necesidad que sentía de él era tan fuerte como lo había sido siempre, mientras que, en el caso de él, podía controlarla como si fuera un grifo que podía abrir o cerrar según quisiera. Debió de notar lo que ella estaba pensando porque, de repente, volvió a cerrar el espacio que los separaba. Le enmarcó el rostro entre las manos y dejó que su aliento acariciara de nuevo el rostro de Paula.

Engañada: Capítulo 37

Paula sintió que aliento de Pedro le caldeaba el cabello. Estaba tan cerca de ella… Echó de nuevo a andar. Atravesó el salón, luchando contra sí misma para no mirar atrás. Si lo hacía, sabía que se vería capturada en sus ojos y que terminaría volviéndose loca.


—Está bien. Le echaré un vistazo a tu sorpresa —le espetó, con un cierto tono de desafío que agradeció, —pero no esperes agradecimiento.


Sin duda, se trataba de un coche. Pedro era un coleccionista empedernido. Su garaje estaba lleno de docenas de imponentes vehículos. Cada uno de ellos, valía mucho más que la casa que ella tenía en Inglaterra y contaminaba también tres veces más. Por suerte, a ella no le interesaban los coches. El apego que tenía por el viejo vehículo de su padre la había animado a guardarlo en vez de venderlo o incluso enviarlo al desguace, pero lo que sentía era puramente emocional. No sentiría absolutamente nada por el coche que él le había comprado. Atravesaron la casa para llegar al garaje. Una vez allí, Paula se cruzó de brazos y miró en todas las direcciones. Decidió que observaría su regalo de cumpleaños durante un instante y que luego tomaría el camino de vuelta para dirigirse a su dormitorio. Se ducharía y trataría de bloquear todos los sentimientos que había estado experimentando aquel día. Por fin, en la tercera fila a su izquierda, vió un lazo rojo enorme.


—¿Es ese?


—Sí. Ven a verlo.


Cuando rodeó la segunda fila y vió que la carrocería era amarilla, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Tardó solo unos segundos en encontrarse frente al vehículo que había tapado con una manta hacía solo tres semanas con la promesa de que no lo abandonaba, sino que, cuando llegara el momento oportuno, lo sacaría del almacén en el que se encontraba y encontraría a alguien que terminara de restaurarlo. Tardó mucho tiempo en poder articular palabra.


—¿Cómo? —susurró, con voz ahogada.


—Creo que ya sabes la respuesta —murmuró Pedro. Rebuscó en los bolsillos de sus vaqueros y sacó una llave, que le ofreció inmediatamente a Paula. —Feliz cumpleaños, cara.


Paula apartó la mirada del coche de su padre y observó al hombre que había hecho realidad el sueño de su padre. El coche, que hasta hacía tres semanas tenía tantas abolladuras que era imposible contarlas, presumía en aquellos momentos de una carrocería tan impoluta y perfecta como el resto de los coches de aquel garaje y brillaba con la misma intensidad. La vieja y ajada tapicería de los asientos se había visto reemplazada por un maravilloso cuero. Se habían cuidado todos los detalles. Incluso el volante y la palanca de cambios parecían nuevos. No obstante, retenía el encanto de antaño del coche del que su padre se había enamorado. Si su padre pudiera verlo en aquellos momentos, su rostro se iluminaría con la sonrisa que ella echaba tanto de menos. Sin que pudiera contenerse, las lágrimas comenzaron a caerle por las mejillas. Ignoró la invitación de Pedro para darle un abrazo y llorar en su pecho. Sin embargo, él tardó solo un segundo en tomarla entre sus brazos. La estrechó contra su cuerpo, colocándole una mano en la parte posterior de la cabeza y apoyando la barbilla sobre lo alto de la cabeza de Paula. Cuando ella se tranquilizó, instantes más tarde, la camiseta de Pedro estaba totalmente empapada.

Engañada: Capítulo 36

A pesar de todo, seguía sin sentir ira hacia Pedro. No podía dejar de sufrir por el niño pequeño que él había sido, el niño de la misma edad de sus alumnos. Esos niños mostraban su afecto de una manera espontánea y muy abiertos a la hora de expresar sus sentimientos. Los que, por algún motivo, eran capaces de ocultarlos, eran los que más la preocupaban. ¿Habría sido capaz de ver que Pedro era uno de esos niños y habría podido ayudarlo y darle consuelo? En tal caso, fuera como fuera él de niño, ya no lo era. Se había convertido en un hombre tan manipulador como su madre. Había omitido los aspectos más importantes de su vida porque no había querido romper la imagen de perfección que le daba a Paula. En tal caso, ella solo lo sabía porque el propio Pedro lo había admitido. Él le estaba dando la sinceridad que ella le había exigido y le había hecho pensar que, si hubiera sido sincero con ella desde el principio sobre el testamento de su abuelo, tal vez ellos… No había motivo alguno para pensar así. No. Enzo no la amaba. Nunca la había amado. Robina Hood le había hecho un enorme favor. Paula respiró profundamente y se levantó.


—Es muy tarde —dijo, sin atreverse a mirarlo. —Voy a tratar de dormir un poco.


Sintió otra dolorosa sensación en el pecho cuando recordó con quién debía estar en la cama. Con su esposo. Haciendo el amor por primera vez. Celebrando un amor que, en realidad, no existía.


—Quédate un poco más. Tengo algo para tí.


—¿Las acciones?


—No. Otra cosa.


—No hay nada más que yo quiera de tí.


Paula no quería respirar el mismo aire que Pedro ni un solo instante más, por lo que se dirigió hacia la puerta del comedor.


—Cinco minutos, cara. Quédate conmigo hasta que el reloj dé la medianoche.


—No tienes ningún reloj que pueda dar nada —le espetó ella.


—Bueno, estaba tratando de ser poético.


Muy a su pesar, Paula sonrió. Se alegró de estar de espaldas a él para que Pedro no lo viera. No debería saber que aún era capaz de hacerla sonreír. De hecho, ella deseaba que no fuera así. Los pasos de Pedro resonaron a su espalda.


—Si nos vamos ahora, estaremos en el garaje justo cuando llegue la medianoche.


—¿Por qué en el garaje?


—Ahí es donde está tu sorpresa de cumpleaños.


—No quiero nada de tí —replicó ella sacudiendo la cabeza violentamente. —Sea lo que sea lo que tienes para mí, quiero que lo devuelvas.


—No es posible.

lunes, 24 de febrero de 2025

Engañada: Capítulo 35

Paula agarró el tenedor con fuerza para no extender la mano hacia él. Nunca había escuchado el relato de aquellos años de la vida de Pedro y, por razones que no comprendía, la afectaba mucho más profundamente que si él se lo hubiera contado buscando su compasión. Sabía que el padre de Pedro había muerto cuando él tenía solo seis años y que sus padres no vivían juntos, pero había pensado que había sido su madre la que lo habría criado. ¿Lo había dado por sentado o había sido el propio Pedro quien la había animado a creerlo? Se dió cuenta de que él la había hecho creerlo porque, si le hubiera dicho la verdad, habría abierto la caja de Pandora y le habría revelado la verdadera naturaleza de su madre. Como ya había admitido, no había querido que Paula tuviera duda alguna antes de casarse con él. No había querido darle ningún dato que le hiciera creer que él no era el hombre perfecto para ella. Sin embargo, en aquella ocasión, no pudo reunir la energía suficiente para enfadarse con él y hacerle ver que la había vuelto a manipular con otra mentira. Tragó saliva y le preguntó:


—¿Qué clase de madre fue contigo cuando empezaste a vivir con ella?


—Terrible —respondió él secamente. —Es la persona más egoísta que conozco y no tenía ni idea sobre cómo criar a un niño. Pasé de la típica vida italiana, con una enorme familia, a vivir en un apartamento donde se me prohibía tocarlo todo. Ella se sentía dolida conmigo porque yo le había hecho cambiar su estilo de vida y yo me sentía dolido con ella por haberme apartado de mi familia y por no ser mi padre.


—¿Cómo era tu padre?


—Era un gran hombre —respondió él con admiración en la voz. — Trabajaba como pintor y decorador. Me pintó coches sobre las paredes de mi cuarto. Solo tengo buenos recuerdos de él. Vivir con mi madre fue… ijo, encogiéndose de hombros. —A ninguno de los dos nos gustaba aquella nueva situación, pero no había elección. El amor que ella siente por mí es la única razón por la que seguimos teniendo relación. Ya te he dicho que a mi madre le gusta la gente o la odia. Si le gustas, hará lo que sea por tí. Si la enojas, se olvidará de ti como si nunca hubieras existido. De mí no se puede zafar, lo que la enoja profundamente. Las amenazas que le hice para que se convirtiera en una ciudadana respetuosa habrían hecho que cualquier otra persona quedara apartada inmediatamente de su vida. Estoy seguro de que eso sería lo que le gustaría hacer conmigo, pero no puede. Lleva seis años sintiendo un profundo resentimiento hacia mí. Vió la oportunidad de hacerme daño y, sin duda, la aprovechó tras acallar su conciencia diciéndose que lo hacía por tu beneficio.


—¿Robina Hood tiene conciencia?


—Ya te he dicho que la moralidad de mi madre es complicada — replicó él. —Si le hubieras resultado antipática, estoy seguro de que habría permitido que te casaras conmigo y habría esperado otra oportunidad para vengarse.


Paula removió una vez más la comida con el tenedor y trató de cuadrar la Ana Alfonso que conocía con la mujer que Pedro acababa de describir. Una vez más, comprendió que, a lo largo de todos los meses que habían estado juntos, ella se había sincerado con él como no lo había hecho nunca con nadie mientras que Pedro, por su parte, había omitido descaradamente los aspectos más importantes de su vida. Le había descrito un boceto de su vida, pero, deliberadamente, se había negado a añadir los detalles.

Engañada: Capítulo 34

 —Sin embargo, ¿Por qué llegó al punto de sabotear tu boda? No importa si yo le caía bien o no… Eres su hijo.


—Fue su venganza por que la obligué a disolver su negocio.


Paula lo miró sin poder contenerse. Vió que Pedro la estaba observando. Tenía la copa de vino entre los dedos y sus hermosos rasgos parecían de granito. Cuando habló, su voz tenía la misma cualidad pétrea.


—Hace cinco años, le amenacé con denunciarla a las autoridades. Tenía pruebas circunstanciales más que suficientes de sus robos como para conseguir que la investigaran.


Paula parpadeó atónita al escuchar aquel giro inesperado. Los rasgos de Pedro parecieron endurecerse aún más.


—Alguien tenía que detenerla y ese alguien fui yo.


—¿Y lo habrías hecho?


—Sin dudarlo.


—¿Habrías entregado a tu propia madre a la policía?


—Pa… Señorita Chaves —dijo, tras cerrar brevemente los ojos y apretar con fuerza los labios. —La relación que tengo con mi madre es complicada.


—Por lo que yo ví, parecía perfectamente normal.


Bueno, relativamente normal. El mundo de Pedro y Ana era tan diferente al de Paula que resultaba imposible juzgar la relación de madre e hijo en base a las propias experiencias vitales que ella tenía. Mientras estaba en la universidad, cuando Paula regresaba a casa los fines de semana y las vacaciones, su padre siempre la recogía en el viejo coche familiar. Para Pedro y Ana era normal visitarse el uno al otro en helicóptero, si el tráfico era malo. Y, aunque no lo fuera, tampoco eran ellos los que conducían. Tenían chóferes que los llevaban donde querían ir. Además, estaba la naturaleza de sus visitas. Los padres de Paula siempre colaboraban en la cocina y en la limpieza de la casa, pero, por supuesto, Pedro y Ana tenían legiones de empleados domésticos que se ocupaban de cocinar y de limpiar. Por último, había un alto grado de formalidad entre Pedro y su madre, que, en el caso de los padres de Paula, era afecto y risas.


—Las apariencias pueden ser engañosas. Deja que te explique una cosa —comentó. —Mi madre no quería que me casara ni que tuviera hijos. Yo no fui planeado. Fui un accidente. Ella me entregó a mi padre cuando nací porque no me quería.


Paula se quedó absolutamente helada al escuchar aquellas palabras. Pedro jamás le había hablado de aquella parte de su vida.


—Durante los primeros seis años de mi vida, mi madre no era más que una visitante ocasional en nuestra casa. Yo apenas la conocía.


—Entonces… ¿Cómo?


Paula cerró la boca, incapaz de articular ni una sola de la docena de preguntas que se le acumulaban en la garganta.


—No quiso tenerme y tampoco quería amarme, pero, tal y como me ha dicho en muchas ocasiones desde entonces, no tuvo elección. Nunca quiso tener implicación alguna en mi vida, pero el amor que sentía por mí era más fuerte que su propio egoísmo, algo que odiaba. Para ella, el amor ahoga la libertad. Cuando mi padre murió, ese amor la animó a reclamarme y a acogerme en su casa —comentó con un gruñido. —El día después del entierro de mi padre, me recogió y eso fue todo. El mundo que yo había conocido hasta entonces desapareció y empecé a vivir con una mujer que prácticamente era una desconocida para mí. Si se me hubiera dado a elegir, habría preferido irme a vivir con mis abuelos. Su casa estaba en la misma calle que la nuestra y siempre me había parecido que era también mi hogar. Los quería mucho y ellos me querían mucho a mí. Sin embargo, yo solo tenía seis años y no se me permitió elegir.

Engañada: Capítulo 33

La madre de Paula siempre había descrito el amor y el odio como dos caras de la misma moneda. Sabía que, cuando su madre hablaba en aquellos términos, era para referirse a su abuelo. Sin embargo, como jamás había odiado a nadie, era un concepto que jamás había terminado de comprender plenamente. Lo entendió perfectamente en aquel momento, mientras estaba sentada en aquel comedor que, de repente, le resultaba muy claustrofóbico. Estaba segura que, si hubiera estado de pie, se habría desmoronado sobre el suelo por el mareo que sentía.


—¿Te apetece una copa de vino? —le preguntó Pedro después de que Paula hubiera estado sentada allí varios minutos sin decir nada.


Ella asintió sin mirarlo.


Pedro se levantó del asiento para servirla.


—¿Blanco?


Paula volvió a asentir. Agarraba el tenedor con tanta fuerza que, si hubiera apretado tan solo un poco más, el mango se habría partido. 


Unos instantes después, Pedro le dejó la copa sobre la mesa. Paula se tensó y contuvo el aliento hasta que él volvió a tomar asiento. Entonces, tomó la copa y dió un largo trago antes de disponerse a saborear el delicioso plato de pasta que tanto había logrado siempre reconfortarla. Fuera lo que fuera lo que el chef de Pedro hacía para confeccionar unos ingredientes tan sencillos como la pasta, la leche y el queso, el resultado era una obra maestra que siempre la había revivido hasta entonces. No fue así en esta ocasión. De hecho, ni siquiera era capaz de saborearlo. Tampoco la ayudaba que él estuviera mirándola fijamente.


—No has terminado de decirme por qué tu madre decidió delatar tus intenciones —le dijo sin mirarlo.


De reojo, vió que Pedro tomaba su copa y que tomaba un silencioso trago.


—No, es cierto.


—Necesito que me expliques lo que querías decir cuando me contaste que tu madre no quería que te casases conmigo, pero no al revés.


—A mi madre no le caen bien muchas personas, pero tú sí. Si ella hubiera podido escoger una nuera, te habría escogido sin duda a tí.


Paula no supo qué responder. ¿Debería sentirse halagada que una ladrona de joyas la considerara la nuera perfecta?


—Le gustaste por muchas de las mismas razones que me gustaste a mí —le explicó él en voz baja. —Eres una persona auténtica. Una buena persona. Eres transparente y dices lo que piensas, lo que resulta muy refrescante cuando uno está acostumbrado a estar rodeado de calculadoras.


Paula dejó el tenedor sobre el plato.


—¿Calculadoras?


—Sí. Así llamamos a los que solo nos quieren por lo que pueden conseguir y que calculan cada palabra que dicen en nuestra compañía.


Paula comenzó a remover la salsa de la pasta.


—En ese caso, tú también debes de ser un calculador, dado que calculaste cada palabra que me dijiste.


—Supongo que sí —admitió Pedro, —pero no las palabras que tú crees. En cuanto me dí cuenta de cómo eras, yo…


Pedro se interrumpió para no decir lo que Paula sentía que debían de haber sido más palabras prohibidas sobre sentimientos.

Engañada: Capítulo 32

Aquel podría era lo que había convertido a Paula prácticamente en una insomne. No había respuesta clara. Si el médico le hubiera hecho unos análisis de sangre más específicos cuando fue a la consulta la primera vez para decirle que estaba muy cansada, dos años antes de su fallecimiento. O si su madre no hubiera aceptado que sus síntomas coincidían con los de la menopausia y hubiera preferido ignorar la facilidad con la que se producía hematomas… Todos aquellos si y aquellos podría no conducían a nada, dado que no había manera de saber si su madre seguiría aún con vida, pero la duda… Había tardado un año entero en aceptar que sus dudas jamás encontrarían respuesta. Por lo tanto, no estaba dispuesta a permitir que las preguntas sin respuesta volvieran a desgarrarla por dentro, sobre todo cuando significaba que la única manera de responderlas sería a través del hombre que jamás volvería a ver cuando se marchara de aquella casa. Encontró a Pedro en el comedor informal, el que solo podía acomodar a veinte personas en vez de a las cien que podían comer en el otro. Estaba sentado al final de la mesa de mármol, con el rostro muy serio, encorvado, pinchando la comida que tenía en el plato con un tenedor. El olor que emanaba del plato hizo que sintiera los aguijonazos del hambre. Estaba tomando su plato favorito, unas berenjenas laminadas, con tomate y mozzarella, una comida sencilla que estaba a años luz de las elegantes elaboraciones que consumía habitualmente cuando cenaba fuera. En cuanto la vió, su actitud cambió. Se puso muy recto, irguió el pecho y la observó atentamente. Paula se apoyó contra el umbral de la puerta y, con gran esfuerzo, consiguió hablar.


—Voy a por algo de comer. ¿Me esperas aquí?


Pedro asintió. Tenía el rostro muy serio.


Paula se quedó atónita cuando vió que el chef le había preparado a ella también su plato favorito, unos macarrones con queso. No tuvo que preguntar quién le había ordenado que lo hiciera. Tras darle las gracias y asegurarle que ella misma llevaría el plato a la mesa, lo colocó sobre una bandeja y regresó al comedor. Se sentó a la mesa, más o menos a la mitad. Si se hubiera sentado frente a Pedro, habría tenido que gritar. De ese modo, estaba lo suficientemente cerca de él para poder hablar, pero no demasiado como para que se produjera cualquier contacto físico, accidental o no. Además, al estar a un lado, no tenía que mirarlo a menos que quisiera.


—Gracias por pedirle a Eduardo que me preparara este plato —le dijo.


—De nada.


A Paula no le gustó la suavidad que había en la voz de Pedro. De hecho, la odiaba y la amaba al mismo tiempo. Entonces, tras empezar a comer, se dió cuenta de que lo odiaba y lo amaba a él de igual manera.

Engañada: Capítulo 31

Lo peor de todo era que, efectivamente, Paula creía que, en aquello, Pedro le había estado diciendo la verdad. Le había parecido ver sinceridad en sus ojos… Se abrazó con fuerza, sabiendo que no debía pensar así. Si aceptaba que aquella parte de su relación era cierta, ¿Qué otra cosa estaría dispuesto a creer su ingenuo corazón? ¿Que la amaba? ¿Empezaría entonces a justificar sus actos o que él tenía razón cuando le había dicho que no creía en sí misma? Se frotó la barbilla contra la rodilla. Debería haber seguido su instinto inicial y haberse marchado al aeropuerto. Podría estar ya en su casa, en vez de allí, en el jardín de Pedro… ¿Su casa? Estuvo a punto de soltar una carcajada. Ya no tenía casa. Había firmado un acuerdo de alquiler antes de marcharse a Italia. En aquellos momentos, una pareja de recién casados estaba viviendo en la única casa a la que había considerado su hogar. Cuando regresara a Inglaterra, un lugar donde vivir sería solo una de las muchas cosas de las que tendría que ocuparse. Tendría que encontrar también un trabajo. En el colegio ya le habían encontrado sustituta. Además, sus antiguos compañeros habían sido testigos de cómo abandonaba a Pedro en el altar. Él había pagado los gastos de todos los amigos y familiares que habían acudido al enlace. Se levantó de la hamaca y parpadeó con furia para contener las lágrimas. No quería recordar la increíble generosidad de Pedro. Era un hombre muy generoso y estaba convencida de que eso no era fingimiento.  Tenía más dinero del que podría gastar en mil vidas. Donaba un porcentaje fijo de sus ingresos anuales a varias asociaciones benéficas para la protección de los niños y de los animales. Precisamente por ser tan generoso, le resultaba más difícil comprender que un hombre así pudiera haber sido capaz de engañarla de aquella manera.


Regresó a la casa y, al pasar junto a la puerta principal, vió que todas las cosas que había dejado en el hotel la esperaban junto a la puerta, con el resto de sus pertenencias. El silencio la rodeaba. No parecía que Pedro estuviera cerca de allí. El silencio que reinaba en la casa era absoluto. Sacó el teléfono móvil que tenía en el bolso que se había dejado en el hotel con la intención de llamar a un taxi para marcharse de allí inmediatamente. Sin embargo, decidió no hacerlo. No podía regresar a Inglaterra y reconstruir su vida cuando aún tenía tantas preguntas sin respuesta. Había asuntos que era imposible superar. Algo que Paula había aprendido en los oscuros días después de que fallecieran sus padres era que las preguntas sin respuesta podían volver loca a una persona. La muerte de su padre había sido de una causa clara, dado que había sufrido un fortísimo ataque al corazón. No había ambigüedad alguna al respecto. Sin embargo, la muerte de su madre se podría haber impedido si el médico se hubiera tomado sus síntomas más en serio en vez de atribuir su malestar a diagnósticos tan leves como deficiencia de calcio o menopausia. 

miércoles, 19 de febrero de 2025

Engañada: Capítulo 30

 —Sin tí no hay yo, ¿Es que no lo entiendes? Si tus inseguridades no te hubieran hecho cuestionarte a tí misma de esa manera, comprenderías que, por muy canalla que yo sea y por muy terrible que haya sido mi comportamiento, no todo fue mentira.


Paula deseó que fuera posible cerrar los oídos con la misma facilidad que se podían cerrar los ojos. Deseó también poder cerrar sus sentimientos y el anhelo que sentía por creer lo que Pedro le decía. Sin embargo, la coraza que había logrado erigir a su alrededor se había convertido en arena. ¿Qué mujer corriente en su lugar no se habría cuestionado por qué un multimillonario tan atractivo querría casarse con ella? ¿A qué mujer corriente no le preocuparía hacer el ridículo delante del hombre que amaba cuando salía junto a él en el mundo al que él pertenecía y que era tan extraño para ella como si fuera de otro planeta? Pensó en el hotel en el que se conocieron, un hotel que, a ella, una maestra de escuela que había vivido toda su vida en la misma casa adosada a excepción de sus años en la universidad, le había parecido muy elegante. Si hubiera pensado más detenidamente, se habría dado cuenta de que algo iba mal. Era imposible que Pedro, cuyas oficinas de Londres estaban en el rascacielos más alto de la capital fuera a tener una reunión en un lugar tan corriente. Sin embargo, se había dejado llevar. Había empezado a experimentar sentimientos que había olvidado que existían en ella. Sentimientos como la felicidad. Estar con él le hacía muy feliz.


—Voy a ir a comer algo —dijo él de repente.


Paula lo observó asombrada al escuchar aquel repentino cambio de tema.


—Se está haciendo muy tarde y no he comido nada en todo el día. Imagino que tú tampoco. No quiero que pases hambre por mi culpa.


Con eso, se dió la vuelta y echó a andar hacia la mansión. Sin embargo, había andado tan solo unos pasos cuando se detuvo en seco y se volvió para mirarla.


—Una cosa más. Si yo estuviera dispuesto de verdad a hacer cualquier cosa para conseguir esas acciones, te habría hecho el amor cada vez que me lo suplicaste.


Cuando la alta figura de Pedro desapareció entre las sombras, Paula se dejó caer de nuevo sobre la hamaca. Se sentó y se llevó las rodillas al pecho para luego agarrarse las piernas con fuerza. Tenía las mejillas ruborizadas por las últimas palabras de él y el nudo que sentía en el estómago era tan fuerte que creía que no volvería a desear comer nunca más. Ojalá le resultara tan fácil apagar el deseo y los sentimientos que sentía hacia Pedro… Había sido una idiota por pensar que podría mantener su coraza intacta y pasar allí la noche sin sufrir. Hacer que Pedro le entregara personalmente las acciones que él deseaba tanto no merecía la pena por los efectos que le causaba a ella estar a su lado. Había perdido la cuenta de las veces que le había suplicado que le hiciera el amor. Había sido muy cruel que él se lo recordara. No obstante, si le estaba diciendo la verdad en lo que le había confesado, negarse a hacer el amor con ella le había resultado tan frustrante como a la propia Paula.

Engañada: Capítulo 29

Pedro la besó profunda y firmemente. Entonces, le agarró el cabello entre las manos y tiró de él para que Paula tuviera que echar la cabeza hacia atrás. La miró fijamente a los ojos.


—Nunca he sentido lo que siento ahora por tí…


—En ese caso, hazme el amor —le había suplicado ella.


Pedro volvió a besarla apasionadamente.


—Cara, no hay nada que desee más que llevarte a mi cama y hacerte el amor, pero queda ya muy poco tiempo para nuestra boda. Quiero que ese día sea muy especial. Tenemos el resto de nuestras vidas para satisfacer nuestros deseos.


Paula cerró los ojos para bloquear aquel recuerdo. Sacudió la cabeza con fuerza.


—Te lo ruego, Pedro. Acepta que has perdido. Nos estás ofendiendo a los dos.


—¿Acaso te tienes en tan baja estima? —le preguntó él.


—Esto no tiene nada que ver con cómo yo me veo, sino con cómo te veo a tí. Y lo que veo es un hombre mentiroso y cruel, dispuesto a hacer lo que sea y a decir lo que sea para conseguir lo que quiere.


Pedro apartó la mano de la de Paula y le enmarcó las mejillas. Ella cerró los ojos con fuerza.


—Si no tiene nada que ver con cómo te ves a tí misma, entonces, ¿Por qué estás tan dispuesta a aceptar que todo, incluso mi deseo, era mentira? —le preguntó él salvajemente. —Dio, no creo que haya un hombre vivo que…


Pedro se interrumpió de un modo tan abrupto que solo se vio igualado con la velocidad con la que le soltó el rostro. Paula abrió los ojos y él se apartó de ella. Se mesó el cabello y sacudió la cabeza antes de volver a mirarla.


—Nunca creíste en mí, ¿Verdad?


El frío había reemplazado el calor que le había producido el contacto con el cuerpo de Pedro, por lo que Paula ni siquiera pudo contestar. Tras un breve instante, él dejó escapar una carcajada.


—¿O acaso sería más acertado decir que nunca creíste en tí misma? Recuerdo cuando te pedí que te casaras conmigo. No hacías más que preguntarme el porqué. Entonces, no te conocía como te conozco ahora y pensaba que solo estabas fingiendo. Sin embargo, tus dudas eran auténticas, ¿Verdad? Tienes una estima tan baja que lo primero que se te ocurrió pensar cuando te pedí que te casaras conmigo fue preguntar por qué…


—Pues parece que no andaba muy descaminada…


—¿Crees que me habrías hecho la misma pregunta si hubieras confiado en tí misma? Eres una mujer hermosa, inteligente y divertida. Sin embargo, creo que todas las veces que salimos juntos no dejabas de preguntarte si tu aspecto sería el adecuado o si me dejarías en evidencia. Recuerdo también el miedo que tenías de conocer a mi madre porque te asustaba que ella pensara que no eras lo suficientemente buena para mí…


—Deja de cambiar la realidad. Esto no tiene nada que ver conmigo, sino contigo.


Pedro lanzó una carcajada y luego esbozó una sonrisa que contenía más amargura que calidez.

Engañada: Capítulo 28

 —Porque no me puedo imaginar mi vida sin tí —le había respondido él, con los ojos brillantes.


Pedro se había puesto de pie muy lentamente y le había tomado la mano. De repente, ella había detectado algo nuevo en sus ojos, algo que no habría podido explicar ni en cien años.


—¿Qué me dices? —insistió él. —¿Te casarás conmigo?


—Sí.


El corazón de Paula había estallado de alegría y esta pareció reflejarse en el rostro de Pedro. Ella estaba totalmente segura de que se había imaginado las sombras que había en sus ojos. Entonces, él la tomó entre sus brazos y la besó tan profunda y apasionadamente que el deseo comenzó a latirle apresuradamente en todo el cuerpo. Pedro rompió el beso para enmarcar el rostro de Paula entre las manos.


—Te amo, Paula… Te amo…


Saber que todo había sido mentira volvió a romperle el corazón y le dió el ímpetu que necesitaba para girar el rostro y apartar la boca de los labios de Pedro.


—¡Basta ya! —le espetó.


La maravillosa presión de los labios de Pedro desapareció inmediatamente, dejando tan solo una agradable sensación en sus labios.También le soltó la cintura.


—Te aseguro que el deseo que siento por tí jamás ha sido mentira — le dijo fervientemente.


—Deja de mentirme. Ya te lo he dicho. No quiero volver a escuchar esas palabras en tus labios.


—¿Y por qué te iba a mentir? ¿De qué me iba a servir? —le preguntó él. Le agarró una mano y se la colocó sobre el pecho. —Ya te he perdido, pero tú no me has perdido a mí. Todo lo que yo…


Se interrumpió y lanzó una maldición. Entonces, apretó los dientes y colocó la mano de Paula con fuerza contra su corazón.


—Sea lo que sea lo que piensas de mí, nunca creas que no te deseé. Resistirme a tí ha sido lo más duro que he hecho en toda mi vida.


¿Cómo era posible que Paula anhelara poder creer aquellas palabras sabiendo que todo se basaba en una mentira?


Otro recuerdo se apoderó de ella. Estaba sentada a horcajadas sobre Pedro en el sofá del ático que él tenía en Nueva York. Los dos estaban completamente vestidos, pero, a pesar de todo, la ardiente erección la tentaba y la frustraba de igual manera. Rebecca había estado totalmente desesperada por conseguir que él le hiciera el amor.


—Me he pasado toda la vida esperando a sentir esto…. —le susurraba al oído.

Engañada: Capítulo 27

Paula apretó los puños con fuerza con la esperanza de evitar que los labios cedieran a aquel asalto. Sintió que las uñas se le clavaban en las palmas de las manos. No podía hacer nada para impedir que su cuerpo temblara violentamente ni para acallar los potentes latidos de su corazón. Eran reacciones involuntarias, que se escapaban por completo a su control, reacciones físicas que luchaban con ferocidad con la parte cuerda de su cerebro, la parte que le suplicaba a su boca que permaneciera cerrada y que no cediera al desesperado deseo que sentía por Pedro. «No cedas», se suplicaba. «Esto no significa nada para él. Todo ha sido una trampa desde el principio». 


Sin poder evitarlo, sus palabras de súplica la transportaron al inicio, a la noche que había querido olvidar saliendo al jardín. La noche en la que Pedro le pidió que se casara con él. La había llevado a cenar al río, a un exclusivo restaurante flotante en el que pudieron degustar la comida más deliciosa que Paula había probado nunca. Después del postre, que consistió en una mousse de chocolate sobre galleta adornada con copos de pan de oro, se llevaron los licores a la cubierta superior. La noche era fresca y cuando Pedro notó que ella temblaba, le colocó su americana sobre los hombros. Se había sentido encantada al notar el calor del cuerpo de Pedro que aún albergaba aquella americana. Cuando regresaron a la mansión, había estado flotando en un mar de felicidad que nunca había experimentado. Notó el aroma de las rosas en el momento en el que entraron por la puerta principal. Cuando entraron en el salón, vio que había cientos de rosas rojas alineando las paredes, colocadas en tantos jarrones de cristal que Florencia debió de quedarse sin existencias aquel día. En el centro de la sala, se había colocado un pedestal. Sobre este, se encontraba el jarrón más grande de todos. A su alrededor, había una cinta roja a la que se había atado un pequeño estuche de terciopelo negro. Pedro se encargó de soltarlo. Cuando lo tuvo entre las manos, se arrodilló ante ella. El corazón de Paula latía tan fuerte que ella se temió que fuera a ponerse enferma. Entonces, él levantó la tapa del estuche. En su interior, brillaba el anillo de diamantes más hermoso que Paula había visto.


—¿Quieres casarte conmigo?


Pedro tuvo que hacerle la pregunta tres veces antes de que ella la entendiera, pero ni siquiera entonces podía comprenderla ni comprender lo que le estaba ocurriendo. Tan solo un mes antes, el mundo de Paula había sido gris y lleno de tristeza, pero, en el momento en el que él entró en su vida, ésta se llenó de color.


—¿Por qué?


Era lo único que se le ocurría pensar o decir. ¿Por qué ella cuando Pedro podría tener a cualquier mujer?

Engañada: Capítulo 26

 —¿Por qué crees que jamás lo permití?


—Porque no tenías que hacerlo —replicó ella con amargura. — Supongo que no me deseabas lo suficiente. En cuanto te diste cuenta de que yo era virgen, lo utilizaste como excusa para no…


Pedro se incorporó antes de que ella pudiera terminar la frase.


—Sí —dijo salvajemente, tras colocar las manos sobre la hamaca, a ambos lados de las caderas de Paula. —Lo utilicé como excusa mientras tuve que hacerlo. Cuando al principio pensé en seducirte para que te casaras conmigo, me dije que eras de la sangre de tu abuelo y que, seguramente, serías tan maquiavélica como él. No te puedes ni imaginar lo traicionado que me sentí cuando leí su testamento. No pensaba en tí como persona, sino como un obstáculo, un obstáculo que además no se merecía nada, dado que ni siquiera lo habías conocido en persona. Le dejaste muy claro que no querías tener nada que ver con él. Devolviste tarjetas y cheques. No querías su dinero y, sin embargo, él te lo dejó todo, incluso la mitad del negocio que me había prometido a mí. Me lo debía. Créeme si te digo que estaba dispuesto a odiarte, pero, cuando te conocí, fue un alivio ver que eras lo suficientemente atractiva como para no tener que fingir deseo.


Mientras hablaba, Pedro rodeó la cintura de Paula con las manos. Ella trató desesperadamente de no dejarse llevar por el brillo hipnótico de su mirada, pero le resultó tan imposible como no reaccionar al sentir el tacto de las manos de él. Sabía que tenía que apartarlas y apartarlo a él también. Sabía que eso era lo que debería hacerlo. Había sido esclava de sus caricias desde el primer beso, pero…


—¿Recuerdas nuestra primera cita? —le susurró él. La punta de su nariz casi tocaba la de Paula. —Al final… Dio, no te puedes imaginar lo sexy que eres… El modo en el que mueves los labios cuando comes… — añadió mirándola con un intenso brillo en los ojos. —Sin embargo, en cuanto me dijiste que eras virgen, todo cambió para mí. No importaba lo mucho que te deseara. Sabía que hacerte el amor sería una mentira imperdonable.


—¿Y qué habría pasado en nuestra noche de bodas? —murmuró Paula con la voz entrecortada, tratando de no caer en la trampa que él le estaba tendiendo. —¿Habrías seguido adelante sin decirme la verdad?


—Sí.


—¿Aunque hubiera seguido siendo imperdonable porque habría sido la misma mentira?


—Sí. Cuando hubieras sido mi esposa y hubieras estado atada a mí, no te habría dejado marchar nunca de mi lado.


Entonces, la boca de Pedro encontró la de Paula.

lunes, 17 de febrero de 2025

Engañada: Capítulo 25

 —Venga ya, deja de hacerte el mártir… Volvamos ahora a tu madre. Me estabas hablando de sus habilidades para la delincuencia y de su contradictoria moralidad.


—Te daré un ejemplo. ¿Has oído hablar de Rico Roberts, productor de Hollywood? El año pasado lo acusaron de haber abusado de algunas actrices jóvenes. Había grabaciones.


—Me suena, sí…


—Hace seis años, a Rico le robaron de su casa de Los Ángeles joyas valoradas en dos millones de dólares mientras su esposa y él estaban en una premier.


—¿Tu madre?


—En aquel momento, ella estaba en Florencia, pero esas joyas se robaron por orden suya. Estoy seguro. Mi madre conoció a Rico y a su esposa en una fiesta años antes del robo y sentía una profunda antipatía por ellos. Según se dice, él se comportó durante años como un depredador sexual, pero hasta el año pasado, no había pruebas. Además, él era un pez demasiado gordo en la industria cinematográfica y no se le podía hacer caer sin pruebas irrefutables. Esas eran las personas que se convertían en objetivos de mi madre. Personas por las que no podía sentir pena.


—¿Una especie de Robina Hood moderna?


—Sí, pero con los beneficios exclusivamente solo para ella. Si Rico le hubiera caído bien y no hubiera habido esos rumores sobre él, estoy seguro de que su esposa y él aún tendrían en su poder esa colección de joyas. Estoy seguro de que si se le hubiera presentado la oportunidad de robar a alguien que le cayera bien, se habría negado. Si mi madre decide que alguien le gusta, será su amiga de por vida. Y eso le ocurre contigo, señorita Chaves.


—Vaya, me siento halagada —replicó ella asombrada. Enzo le dedicó una de sus espléndidas sonrisas.


—Deberías estarlo. Jamás le ha gustado ninguna de mis anteriores amantes.


—Nosotros no hemos sido amantes —replicó Paula, esforzándose mucho para que no se le notara la desilusión en la voz. —Supongo que eso es algo por lo que debería estarte agradecida. Nunca dejaste que llegáramos tan lejos. Creo que no podría haber soportado que me hicieras el amor y fuera mentira.


Se sonrojó al recordar las veces que le había suplicado que le hiciera el amor. El deseo que sentía por él era como una llama que no se había apagado nunca, ni siquiera cuando estaban separados. Se preguntó desesperadamente qué haría falta para apagar esa llama. Incluso en aquel momento, a pesar de las mentiras de Enzo, esa llama ardía tan brillantemente como siempre. La excitación y el deseo estaban tan presentes en ella como antes. Pedro había hecho prender esa llama. Deliberadamente. La había alimentado y la había avivado. Paula no podía odiarle más.

Engañada: Capítulo 24

 —¿Estamos hablando de joyas robadas? —le preguntó.


—Nada que se pudiera identificar como robado. Para un observador externo, el negocio de mi madre era limpio. Solo comerciaba con artículos que tuvieran un origen claro o que no pudieran ser identificados. Es decir, nada que pudiera aparecer en una base de datos como un artículo robado.


—¿Pero tú crees que sí comerciaba con esos artículos?


—Lo sé. Igual que sé también que hacía que se robaran ciertas joyas por encargo.


—¿Cómo puede ser eso posible? Supongo que esas joyas aparecerían en la base de datos que has mencionado.


—Si se sabe lo que se está haciendo, no es difícil sacar las piedras de los engarces y fundir el oro.


—¿Pero tienes pruebas de que ella hizo eso?


—No, pero soy su hijo. Viajé por todo el mundo con ella y noté ciertas cosas… No creo en las coincidencias.


—Genial —comentó Paula rascándose la cabeza. —Entonces tu madre es una delincuente de altos vuelos jubilada.


—Sí.


—Así se explica cómo eres tú entonces.


El rostro de Pedro se tensó.


—Comprendo que pienses eso, pero, durante mi infancia, sentía un miedo constante a que descubrieran lo que hacía mi madre y la arrestara la policía o la Interpol. Y te aseguro que, en ese sentido, no he seguido sus pasos. Yo puedo justificar la procedencia de todos los objetos que vendo en mis tiendas. Dirijo un negocio limpio. Mi equipo se ocupa de investigar todo en lo que yo decido invertir y se aseguran de que esos negocios se dirigen de un modo legal y ético.


—Entonces, ¿Qué ha cambiado? Si nunca has infringido las leyes ni has permitido que haya comportamientos poco éticos en tus empresas, ¿Por qué trataste de robar mi herencia?


—¡Yo no traté de robarla, maldita sea! —exclamó él golpeando el césped con el puño por la frustración. —Mi intención siempre fue que tuvieras el dinero que valen esas acciones.


—¿Y es?


—En estos momentos, Schulz Diamonds tiene un valor de cien millones.


—¿Y qué valen el resto de las propiedades de mi abuelo?


—Unos veinte millones.


—Entonces, en cuanto llegue la medianoche, ¿Voy a valer setenta millones de euros?


—De libras.


Paula se calló un instante para asimilar lo que acababa de escuchar.


—Vaya… Voy a ser rica. Sin embargo, siempre seguiré siendo pobre comparada contigo. Supongo que puedo creerte cuando me dices que tenías la intención de darme el valor de mis acciones, pero eso sigue sin explicar cómo has podido ir en contra de la fuerte ética que esperas que yo y todo el mundo creamos y hacerme lo que me has hecho.


—En su momento, me dije que era… Lo que debía hacer. Por mis principios.


—¿Que tú tienes principios? Muy gracioso.


Pedro cerró los ojos y respiró profundamente.


—Pau… señorita Chaves —se corrigió inmediatamente, con un suspiro de frustración.


—¿Qué?


—Iba a pedirte que dejaras de meterte conmigo, pero, en realidad, sé que no puedo culparte por hacerlo. Me lo merezco.

Engañada: Capítulo 23

Paula sintió un nudo en la garganta. Asintió.


—Sin embargo, no lo haré por tus amenazas —añadió él mirándola fijamente. —Aunque creyera que serías capaz de llevarlas a cabo, y con esto no estoy diciendo que tu dolor y tu ira no te empujaran a hacerlo, te doy mi palabra porque no hay nada que yo no sería capaz de hacer para enmendar lo que te he hecho.


A continuación, se produjo un profundo silencio. La tensión añadió peso al dolor que Paula sentía en el pecho. Sabía que los sentimientos que atribuía a Pedro no eran más que producto de su imaginación y eso le provocaba que la situación fuera más difícil de soportar. Unas palabras tan hermosas… Y tan baratas a la vez. Palabras que no costaba nada decir, pero que sí podían resultar caras de escuchar.


—Entonces, le contaste la verdad a tu madre —dijo ella de repente, devolviendo la conversación al punto en el que la habían dejado.


—Sí. Un error.


—Desde mi punto de vista, no.


—Debería haberme acordado de que mi madre tiene una moralidad contradictoria. 


El alcohol desata la lengua y, aquella noche, yo había bebido más de la cuenta. Paula no estaba del todo segura a qué se refería y frunció el ceño.


—En realidad, tampoco he sido del todo sincero sobre mi madre o sobre la relación que tengo con ella.


—Qué sorpresa.


Pedro sonrió levemente al escuchar el sarcasmo que había en la voz de Paula.


—Cuando empecé a cortejarte, solo quería que pensaras que yo era perfecto. Conseguir esas acciones era demasiado importante para mí. No podía arriesgarme a que tuvieras dudas sobre mí o sobre mi familia.


Paula ya sabía que aquella aparente perfección también había sido fingida, pero escucharlo de los labios de Pedro le hizo sentirse muy aliviada. En muchos sentidos, la perfección de él la había maravillado más que su riqueza o su estilo de vida, pero pensar que lo había hecho por ella… Se aclaró la garganta para aliviar el nudo que se le había formado de nuevo en ella.


—¿Acaso tu madre es una especie de delincuente o algo así? — comentó con voz despreocupada.


—Lo era, aunque no en el sentido que estás pensando. Digamos que las joyas con las que comerciaba no tenían siempre una procedencia muy limpia.


La respuesta de Pedro le resultó tan inesperada que Paula sintió la necesidad de soltar una carcajada. Como Ana había dejado de trabajar antes de que él entrara en la vida de Paula, esta sabía poco sobre la que habría sido su futura suegra. Tan solo sabía que había tenido gran proyección como comerciante de joyas y que, al crecer en ese mundo, su único hijo se había inspirado en ella para seguir su camino. Pedro había admitido que los consejos de su madre a lo largo de los años habían sido impagables para él cuando abrió la primera joyería. Desgraciadamente, se le había olvidado mencionar que participar del negocio del abuelo de Paula había sido el mayor empuje a su éxito.

Engañada: Capítulo 22

Pedro dió un paso atrás. De reojo, Paula vió que se sentaba sobre el césped, mirándola. Cuando ella por fin se atrevió a dirigir el rostro hacia él, la expresión que había en el rostro de él convirtió la tensión que estaba experimentando en el pecho en un dolor físico. Había estirado las piernas y había apoyado las manos sobre el suelo, adoptando una postura reclinada.


—Si pudiera hacerlo de nuevo, lo haría de un modo muy diferente. No habría mentiras —afirmó Pedro. Paula no pudo encontrar la respuesta que le habría gustado darle. Entonces, vió que Pedro esbozaba una triste sonrisa. —Se lo dije a mi madre la noche antes de que te mudaras aquí.


—¿Te refieres a la noche antes de que dejara mi trabajo y el único hogar que había conocido hasta entonces para mudarme a un país cuyo idioma ni siquiera hablo?


—Sí. Sabía perfectamente a todo lo que tú estabas renunciando. Cuanto más se acercaba el día, más lo sentía.


—¿Qué es lo que sentías? —le preguntó Paula. 


Quería que él dijera exactamente lo que su sentimiento de culpa le había hecho sentir. Tal vez si lo decía lo suficientemente claro, ella podría terminar creyéndolo.


—La… Magnitud…


A Pedro se le había subido la camiseta ligeramente, dejando al descubierto el ombligo. El espeso vello oscuro en forma de flecha hacia el cinturón provocó en Paula una sensación de acaloramiento que la empujó a apartar rápidamente la mirada. Era lo único que había visto del cuerpo de Pedro. Retazos. Él no había permitido nada más.


—Soy la última persona que debería preguntar cómo te sentías…


—Yo nunca… Se había convertido en un enorme peso para mí. La culpabilidad. Era demasiado tarde para contarte la verdad. No podía correr el riesgo de perderte.


—Supongo que te referirás a que no podías correr el riesgo de perder las acciones —replicó.


Pedro la miró muy fijamente.


—No. Las acciones dejaron de importarme cuando me ena…


—No te atrevas a decirlo —lo interrumpió Paula con voz temblorosa mientras trataba de contener las lágrimas. —Ni se te ocurra. Ya te lo he dicho. Si vuelves a hablarme de amor o de sentimientos, yo me encargaré de destruir el negocio como sea…


Pedro la observó con una expresión que ella no pudo analizar.


—Te he hecho mucho daño.


Paula se temió que él fuera a utilizarlo como excusa para seguir disculpándose, algo que no pensaba permitir.


—No quiero seguir hablando de mis sentimientos, de la misma manera que tampoco quiero seguir escuchando tus mentiras. Has jugado conmigo como un gato con un ratón por esas acciones y no voy a seguir consintiéndotelo. Si sientes de verdad algo por mí, quiero que me des tu palabra. No volverás a hablar de tus sentimientos. Si lo haces, te juro que haré todo lo posible por destruirlo todo.


Pedro suspiró y, unos instantes después, le contestó.


—Tienes mi palabra.


Engañada: Capítulo 21

 —¡Incluso me dejó la tiara de boda de su abuela para que yo llevara algo prestado! ¿Por qué iba a hacer todo esto para luego sabotear la boda en el último minuto? No tiene ningún sentido. ¿Por qué iba a hacer todo eso si no quería que me casara contigo?


—La razón no tenía nada que ver con eso —dijo Pedro sin expresar sentimiento alguno. —No tiene ningún problema en que tú te cases conmigo. Lo que no quería era que yo me casara contigo por una falsedad.


—¿Por qué? Debió de imaginarse lo que ocurriría.


Paula se colocó la mano sobre el pecho para intentar, sin éxito, controlar un corazón que había perdido la habilidad de latir rítmicamente. Si no hubiera sido la madre de Pedro, estaría aplaudiendo como una loca y pensando en enviarle una caja de botellas de champán para darle las gracias. Pero era la madre de Pedro, su propia madre…


—¿Sabía que yo no me casaría contigo?


—Mi madre nunca hace nada sin considerar todas las posibilidades. En ese aspecto, soy digno hijo de mi madre.


—Pero entonces… —susurró Paula sin terminar de comprender lo que ocurría. 


Se sentó de nuevo en la hamaca porque sentía que las piernas no la sostenían.


—Contárselo todo fue un error por mi parte —replicó él con amargura.


—Entonces, ¿Por qué lo hiciste?


—Me sentía culpable.


Paula no pudo contener una carcajada.


—¿Culpable? ¿Tú? Lo que me faltaba por escuchar.


Pedro se puso de pie y se colocó frente a ella antes de que Paula pudiera parpadear.


Bajo la luz de la luna, su bronceada piel parecía más pétrea que nunca. Sin embargo, la mano que asió la de Paula era muy cálida. Además, el brillo que había en sus ojos le recordaba la pasión que vibraba bajo aquel esculpido rostro.


—Mírame a los ojos y dime que estoy mintiendo —le dijo, inclinándose ligeramente hacia ella.


Durante un instante, Paula se sintió atrapada en el magnetismo que llevaba experimentando junto a Pedro desde la primera mirada que intercambiaron. El pulso se le aceleró y sintió una cálida presión en el vientre. Sin embargo, cuando le miró los labios, sintió una dolorosa punzada en el pecho y apartó bruscamente la mano.


—Pensaba que ya habíamos establecido que tus habilidades como mentiroso superan las de Pinocho —le espetó apartando el rostro para no seguir mirándolo.


Un dedo le rozó la mejilla. Un escalofrío le recorrió la espalda y tuvo que agarrarse con fuerza las manos para no extenderlas hacia él. Se había pasado muchas noches entre sus brazos, con el cuerpo vibrando de deseo, cuando su único consuelo y alivio eran los latidos del corazón de Pedro contra su oreja. A su lado, Paula había experimentado una sensación de seguridad que le había faltado desde la muerte de sus padres. Pedro había sido capaz de liberarla de las cadenas de la pena y le había dado esperanza, un ancla a la que aferrarse para no ir a la deriva. Desgraciadamente, ese ancla solo había sido una ilusión.

viernes, 14 de febrero de 2025

Engañada: Capítulo 20

«No me imagino mi vida sin tí». Aquellas palabras resonaban en su pensamiento mientras pasaba junto a la piscina y las pistas de tenis para llegar a los cuidados jardines que había en la parte posterior de la finca. Las cigarras cantaban entre el susurro de las hojas de los árboles que formaban el perímetro de la finca para asegurarles una total intimidad. Llegó por fin a las hamacas colgantes que había al fondo del jardín y se sentó. Tres noches atrás, había estado allí con Pedro, con las piernas sobre las de él, esforzándose todo lo posible para convencerle de que hicieran el amor. Se sentía humillada al recordar cómo le había apretado el miembro viril a través de los pantalones y le había frotado los labios contra el cuello, inhalando su delicioso aroma mientras le susurraba al oído palabras provocativas…


—Por fin te encuentro.


Paula respiró profundamente y cerró los ojos durante un instante. Tragó para aliviar el nudo que se le había formado en la garganta.


—Sí, por fin me encuentras —replicó con todo el descaro que pudo reunir. —¿Has empezado ya con las gestiones?


—Sí —contestó él mientras se sentaba al otro lado de la hamaca, lo suficientemente lejos para que no hubiera posibilidad alguna de que sus cuerpos se tocaran.


—¿No tienes que hacer nada más entonces? —replicó ella cruzándose de piernas para evitar tentaciones pasadas.


—Por ahora no. Todo está en marcha.


Debía de ser el aire de la noche que engrandecía aún más el efecto que Pedro producía en ella y le hacía anhelar una cercanía que le estaba vedada. Incapaz de soportarlo, Paula se puso de pie e hizo ademán de marcharse.


—Muy bien.


Antes de que pudiera hacerlo, Pedro volvió a tomar la palabra.


—He hecho que te traigan aquí todo lo que te dejaste en el hotel.


—Gracias.


—También he hecho que me manden las imágenes de las cámaras de seguridad en la que se ve a la mujer que llevó el sobre al hotel.


—Ya te he dicho que no me importa.


—Era mi madre.


Paula sintió que el corazón se le sobresaltaba al escuchar aquellas palabras. Recordó a la mujer esbelta, de cabello negro como la noche, que la recibió en su casa palaciega con un cálido abrazo que le llegó al corazón y sirvió para aplacar sus temores. Estaba segura de que nadie hubiera conocido a sus futuros suegros sin una pizca de aprensión, pero Ana Alfonso había hecho todo lo posible para que ella se sintiera como en su casa… Sintió que el corazón se le detenía un instante al pensar en las implicaciones de lo que Pedro acababa de confesarle.


—¿Tu madre? —le preguntó dándose la vuelta para mirarlo.


Pedro asintió.


—Pero… Ella me ayudó a elegir el diseño de mi vestido de bodas, me ayudó a preparar el banquete. Escogió los vinos que maridaban con cada plato…


Paual era consciente del ligero histerismo que iba tiñendo poco a poco sus palabras, pero no pudo evitarlo.


Engañada: Capítulo 19

 —No puede hacerse antes de las ocho de la mañana. Dame hasta las tres.


—Las doce.


—La una. Tendré las acciones a tu nombre a la una de la tarde de mañana.


Paula se cruzó de brazos y asintió.


—Está bien. La una. Pero esperaré aquí hasta que todo esté hecho.


Seguía sin confiar en él y, además, quería hacerle sufrir con su compañía. Enzo había perdido y ella iba a marcharse de aquella casa con todo lo que él había luchado tanto por arrebatarle con sus malas artes. Pedro la miró fijamente y asintió.


—Y, si te retrasas un solo minuto… —dijo ella. Chascó los dedos y sonrió—… saldré inmediatamente ahí fuera y cantaré delante de esos periodistas como un canario.



Una hora después de que Paula hubiera decidido atormentar a Pedro atrincherándose en su mansión hasta que las acciones de su abuelo le pertenecieran legalmente, empezó a arrepentirse. Se había sentido tan orgullosa de su situación de poder que se había olvidado de las razones por las que había sentido tantos deseos de salir huyendo. En cuanto acordaron la hora, Pedro desapareció para ocuparse de todas las gestiones. Paula se quedó allí, mirando las paredes de la sala en la que él le había pedido que se casaran. Antes de que se mudara allí hacía una semana, Paula había visitado la mansión en seis ocasiones. No recordaba la impresión que le había causado la mansión que era el hogar de Enzo porque se había sentido demasiado abrumada por el viaje en avión privado y la ostentación de riqueza y poder que él hacía. Sabía que Pedro era rico, pero no había comprendido hasta aquel momento cuánto. Y al día siguiente por la noche,él le pidió que se casara con él… Se tiró del pelo con fuerza, hasta el punto que algunos cabellos rubios quedaron entre sus dedos. No iba a volver a pensar en ese momento ni en cómo él le había repetido la pregunta en tres ocasiones antes de que ella comprendiera exactamente sus intenciones.


—¿Por qué? —le había preguntado totalmente aturdida.


—Porque no me imagino mi vida sin tí —le había respondido él con una aparente sinceridad que ella había creído a pies juntillas.


Cuando estuvieron prometidos, Paula había dejado de tratar de comprender y había permitido que su imaginación se desbocara. Había pensado en los niños, que llenarían la imponente mansión de risas y travesuras. Pasarían también temporadas en Londres y en el departamento que Pedro tenía frente a Times Square en Nueva York, pero sería allí en Florencia donde vivirían y donde criarían a sus hijos… Incapaz de soportar sus recuerdos y los sueños rotos, salió al jardín.

Engañada: Capítulo 18

El trabajo de Paula era precisamente lo que más había despertado el interés de la prensa. Por supuesto, les habría interesado cualquier mujer con la que Pedro se hubiera comprometido, pero el hecho de que uno de los solteros más deseados de Europa se hubiera enamorado de una maestra de primaria llevaba el asunto a otro nivel. No era de extrañar que Enzo se hubiera gastado tanto dinero para protegerla de la prensa. Ella había creído que solo lo hacía por su bien, pero, en realidad, se estaba protegiendo a sí mismo para evitar que cualquier periodista pudiera descubrir el vínculo que Pedro tenía con el abuelo de Paula. Otra mentira más.


—No te puedes ni siquiera imaginar lo que lo siento —dijo él acariciando suavemente el vaso de cristal con los mismos largos dedos que había utilizado para acariciarla a ella.


—¡Qué fácil es decir eso ahora!


—¿Te he dado alguna razón para que pienses que estoy mintiendo desde que hemos empezado esta conversación?


—Vamos a ver, Pedro. Todo lo que me has dicho en los cinco meses que hace que nos conocemos es mentira. Se te da tan bien que dejas en evidencia hasta al mismísimo Pinocho.


—Nunca te he mentido sobre lo que siento por tí.


—¡Si vuelves a decir eso una sola vez más, le daré todas mis acciones a un refugio para perros! —le prometió. 


Y lo haría. No podía soportar la falsa sinceridad de aquella aterciopelada voz. No podía soportar lo mucho que le costaba no creerle. No podía soportar cómo su cuerpo ardía estando cerca de él. No podía soportar que se le recordara hasta qué punto había caído presa de su red de engaños.


—Medianoche —añadió antes de que Pedro pudiera hablar. —Quiero las acciones a mi nombre a medianoche.


—Imposible.


—Eres Pedro Alfonso. Nada es imposible para tí.


Aquel era el hombre que había hecho aterrizar su helicóptero en el patio del colegio donde Paula trabajaba solo para poder llevársela a pasar la tarde a Mónaco. El hombre que había conseguido las mejores butacas en el estreno de un musical en Broadway que había mencionado que le gustaría ver en algún momento y que también había conseguido una mesa en el restaurante más exclusivo de Nueva York para completar la velada. Pedro era el hombre que, con una llamada un viernes por la tarde, había conseguido que le enviaran el prototipo de un deportivo en el que estaba interesado desde Alemania a su mansión de Florencia al día siguiente.


—No se puede hacer —insistió él. —Necesitaré veinticuatro horas. Algo más, dado que mañana es domingo.


—Medianoche.


—Ya te he dicho que necesito veinticuatro horas, Paula.


—Y ya te he dicho yo que no vuelvas a pronunciar mi nombre.


—Entonces, ¿Cómo me dirijo a tí? —replicó él con una nueva demostración de ira, algo que nunca había hecho en los cinco meses que habían estado juntos. 


Paula se alegró. Eso significaba que, por fin, sentía que estaba perdiendo la partida que había estado jugando con ella.


—Puedes dirigirte a mí como lo hacen mis alumnos. Señorita Chaves —afirmó ella. Miró el reloj. Eran casi las ocho de la tarde. Era increíble lo rápido que había pasado el tiempo. —Ocho de la mañana. Última oferta.


Engañada: Capítulo 17

 —Mi abuelo te la jugó muy bien jugada. Te prometió sus acciones, pero, después, puso una condición con una fecha límite que era prácticamente imposible de cumplir. Eso significaba que esas acciones pasarían a las manos de una servidora y que tú lo perdías todo. Para más inri, te encargó que te ocuparas de cumplir todos sus deseos y, si no lo conseguías, eso significaría que tú serías el culpable de tu propio fracaso.


Pedor reconoció la verdad de aquellas palabras con un leve asentimiento. Si Paula no hubiera sido un peón en el juego de poder entre dos hombres muy poderosos, las estratagemas que su abuelo utilizó con Enzo le habrían parecido muy divertidas. Justamente lo que se merecía. Seguramente, su abuelo había pensado lo mismo. Si no, ¿Por qué hacerle aquella jugada?


—Mi abuelo debía tener un sentido del humor algo malvado para jugar contigo de esa manera.


—No me lo pareció cuando estaba vivo.


—¿Tenías una relación de cercanía con él?


—Sí.


—¿Y te hizo una jugada tan sucia? Vaya…


Sí. Todo era muy divertido. Si su corazón no estuviera sufriendo aún con el peso de sus propios sentimientos, Paula se estaría partiendo de la risa sin moderación alguna. Pedro se sirvió otra copa. Sin dejar de sonreír, ella dió un sorbo a su copa. Desvió ligeramente la mirada para no tener que ver cómo la generosa boca que la había besado con tanta pasión se cerraba sobre el vaso. Cuando sintió que era seguro para ella volver a mirarlo, le dijo:


—Entonces, supongo que el hecho de que no te hayas casado conmigo significa que, esta medianoche, la mitad del negocio que tanto te esforzaste por levantar y que es un componente vital para tu empresa más importante me pertenecerá a mí. Además, como tú eres el albacea, tendrás que entregarme personalmente esas acciones.


Pedro asintió frotándose el rostro con gesto apesadumbrado.


—Eccellente —dijo ella esforzándose por pronunciar a la perfección en italiano. Entonces, se incorporó en el sillón y le dedicó a Pedro una resplandeciente sonrisa. —Ahora que comprendo plenamente la situación, voy a esperar aquí hasta la medianoche para tener el placer de recibir esas acciones directamente de tus manos.


Pedro la miró fijamente, pero, por primera vez desde que habían empezado aquel interrogatorio, no respondió inmediatamente.


—Espero que no estés pensando en cómo vas a evitar entregármelas —le dijo ella dulcemente. —Si he aprendido una cosa desde que te conocí es que la prensa es como un perro de presa. Me imagino que estarán acampados ahí fuera toda la noche hasta que uno de nosotros decida marcharse y consigan la fotografía que están buscando. O hasta que uno de nosotros, es decir, una servidora, salga y les diga cómo Pedro Alfonso el honrado filántropo, solo se iba a casar con la pobre maestra inglesa porque quería su herencia.

Engañada: Capítulo 16

 —¿Acaso no crees que valoré todas las posibilidades antes de decantarme por este camino? —le dijo él. 


Por primera vez desde que habían empezado aquella conversación, Paula vió que la ira se reflejaba en los hermosos rasgos de Pedro.


—Te voy a decir una cosa. Tal vez sea una idea algo radical, lo sé, pero ¿No se te pasó por la cabeza ser simplemente sincero conmigo y explicarme la situación?


—Unos treinta segundos.


—¿Tanto? —se mofó Paula.


—No tenía ni idea de cómo ibas a reaccionar. Sin Claflin Diamonds no habría Alfonso. No estaba dispuesto a arriesgarme a perder el control en favor de alguien que se ganaba la vida dando clase a niños pequeños y que no sabía nada del negocio. Si no hubiera sido por mi inversión y por la sociedad que los dos formamos, no habría negocio y tu abuelo habría tenido que ser enterrado en una caja de cartón.


—¿Fuiste a su entierro? Yo ni siquiera sabía que estaba muerto hasta esta mañana…


Paula no podía comprender por qué la muerte de su abuelo le hacía sentir algo… Roberto Claflin no era más que un nombre malvado para ella.


—Tu abuelo se ocupó de organizar su propio funeral antes de su muerte —dijo Pedro con un nudo en la garganta. —Me prohibió que te contara cuál era su estado o que te notificara su muerte. Yo fui la única persona presente. No quiso que asistiera nadie más. Al final de su vida, era un hombre acosado por muchos demonios.


—Fueran esos demonios los que fueran, estoy segura de que se los merecía —afirmó Paula. 


No podía comprender como un padre podía desheredar a su propia hija solo por haber cometido el crimen de enamorarse. Consciente de que se estaba apartando de nuevo de su interrogatorio, volvió a mirar a Pedro y trató de mantener la compostura.


—¿Por qué no me hablaste de la herencia cuando él murió? Tú eras su albacea. Tu deber legal era informarme de mi herencia.


En realidad, las acciones eran tan solo una parte. Paula era la heredera universal de todos los bienes de su abuelo. No tenía ni idea de lo que valía todo lo demás ni le importaba. No quería nada… A excepción de las acciones de Schulz Diamonds.


—Mi deber era comunicártelo en un periodo máximo de tres meses desde la legalización del testamento. Eso ocurrió hace tres semanas.


—Ibas a extender el proceso todo lo posible, ¿Verdad?


—Sí.


—Me apuesto algo a que incluso tuviste la tentación de destruir el testamento.


—No me habría servido de nada —afirmó él con una triste sonrisa.


—Sin un testamento válido, se habría aplicado la ley de testamentarías vigente en Inglaterra y tú, como la pariente viva más cercana, lo habrías heredado todo de todas maneras. Yo no tenía prueba alguna de que me hubiera prometido esas acciones. Solo mi palabra.


—Y tu palabra no hubiera valido nada.


—Essattamente.


—Si no hubieras sabido que hacer desaparecer ese testamento no te habría servido de nada, ¿Lo habrías destruido?


—Ya te dije que consideré todas las opciones.


Paula sonrió con serenidad.

miércoles, 12 de febrero de 2025

Engañada: Capítulo 15

 —¿Mi abuelo sabía que se estaba muriendo?


—Sí. Le diagnosticaron cáncer de páncreas en grado cuatro el pasado mes de octubre. Créeme si te digo que fue un verdadero shock para los dos. Durante todos los años que llevábamos siendo socios, su salud siempre había sido excelente. Tu abuelo tenía sesenta y ocho años, pero hasta que enfermó de cáncer tenía la misma energía que un hombre de mi edad.


Paula sintió un profundo dolor en el corazón. Ella nunca había conocido al abuelo que había decidido desheredar a su propia hija por casarse con un hombre al que él consideraba inferior. El primer contacto que tuvo con él fue unas pocas semanas después de la muerte de sus padres. Su abuelo le escribió una carta de pésame en la que le decía que le gustaría conocerla. Se había negado. A pesar de ello, su abuelo empezó a enviarle tarjetas por su cumpleaños y por Navidad, todas ellas con un cheque adjunto. Se las había devuelto todas, cheques incluidos. Se ponía enferma con solo imaginarse tocando aquel dinero. Sin saber por qué los ojos se le habían llenado de lágrimas, decidió reconducir la conversación a lo que verdaderamente importaba en aquel momento.


—Está bien. Entonces, él te prometió su parte del negocio, pero, en vez de hacerlo directamente, mi abuelo te puso como condición que te casaras conmigo para conseguirla.


Esa era la razón de que los últimos meses de su vida hubieran sido una absoluta mentira. Según los términos del testamento de su abuelo, Pedro solo recibiría las acciones si se casaba con Paula. Si no lo hacía antes de que ella cumpliera los veinticinco años, las acciones le pertenecerían automáticamente a ella. Paula iba a cumplir los veinticinco años unas cinco horas después de aquella conversación.


—La condición que mi abuelo puso en su testamento era inaceptable —afirmó ella. —No creo que ningún juez lo permitiera.


Pedro se tomó lo que le quedaba del whisky con una mueca.


—Si yo hubiera decidido cuestionarla, la resolución del pleito habría tardado años en producirse. Además, estamos hablando de jurisdicciones diferentes y no había garantía alguna de éxito para mí.


Paula se encogió de hombros.


—Podrías haber esperado hasta mi cumpleaños y haberme comprado las acciones. No tenías que esperar mucho tiempo y seguramente sabías que yo no querría tener nada que ver con ese negocio. Soy maestra de primaria.


Bueno, en realidad, lo era. Había dejado su trabajo a finales de curso, hacía tan solo nueve días. Pensar que había creído que Pedro la animaba a dejar su trabajo porque no podía esperar más para convertirla en su esposa cuando, desde el principio, había estado pensando en la fecha límite que suponía el cumpleaños de Paula para evitar así que las acciones de su abuelo terminaran en las manos de ella.

Engañada: Capítulo 14

Paula pensó en su segunda cita, cuando él le había explicado entre risas que su negocio estuvo a punto de terminar incluso antes de empezar.


—Yo era muy ingenuo y esperaba un éxito inmediato. Sin embargo, para competir con los más grandes, necesitaba algo novedoso.


—Diamantes sintéticos —susurró ella, comprendiendo de repente. 


Recordó que Pedro le había comentado que se había dado cuenta de que el creciente movimiento para la obtención de productos de una manera más ética significaba que debería ocurrir lo mismo con los diamantes.


—Sí —afirmó él. —Diamantes sintéticos. Tu abuelo era un visionario que se dió cuenta mucho antes que yo que había un mercado para esos diamantes e invirtió en ese campo. Sin embargo, era un adelantado a su época. Cuando yo empecé a tratar con él, tu abuelo tenía graves dificultades económicas.


Paula empezó a comprenderlo todo con claridad. Los diamantes que Pedro utilizaba en sus joyas provenían del laboratorio. La técnica utilizada hacía que su pureza fuera casi idéntica a los diamantes naturales, algo por lo que Alfonso era famoso.


—E invertiste en Schulz Diamonds.


—Sí. Compré el cincuenta por ciento.


—¿Y cómo te pudiste permitir un desembolso tan grande? —le preguntó ella entornando los ojos. —Por aquel entonces, debías de tener unos veinte años… a menos que me estuvieras mintiendo también cuando me dijiste que no empezaste a tener éxito en los negocios hasta que cumpliste los veinticinco.


—No te mentí. Los diamantes de laboratorio contribuyeron mucho a mi éxito. De hecho, es la mayor parte. Una empresa de gran renombre se ofreció a comprarle el negocio. Si tu abuelo hubiera aceptado su oferta, habría podido pagar todas sus deudas y habría tenido dinero más que de sobra para vivir con comodidad el resto de su vida. En vez de aceptarlo, decidió dar un salto de fe conmigo y me vendió las acciones a un precio muy bajo. El dinero fue suficiente para poder pagar a los acreedores que lo estaban asfixiando. Yo pagué mi mitad con el dinero que me quedaba de la herencia de mi padre y con un préstamo que pedí para completar lo que me faltaba.


Paula decidió que no iba a permitir que la mención del padre de Pedro le tocara la fibra emocional. El padre de Pedro murió a los veintiocho años, cuando él solo tenía seis, de un aneurisma cerebral. Dejó un seguro de vida para que su hijo pudiera cobrarlo cuando cumpliera los dieciocho años. Recordaba claramente que él le había dicho que había utilizado ese dinero para pagar el alquiler y el stock de su primera tienda. Le había hecho creer que aquella primera tienda se había llevado todo su dinero. Otra mentira.


—Y ahora quieres que Schulz Diamonds te pertenezca en su totalidad.


Pedro no reaccionó al desprecio con el que ella le había hablado.


—Tu abuelo lo fundó, pero nos pertenecía a los dos a partes iguales. Los dos convertimos a esa empresa en lo que es hoy. Si yo no hubiera sido su socio, tu abuelo habría terminado en la ruina y Alfonso no existiría. Se acordó que cuando él muriera, y tu abuelo sabía perfectamente que se estaba muriendo, sus acciones serían mías.


Aquel comentario dejó a Paula sin palabras.