miércoles, 19 de noviembre de 2025

Falso Matrimonio: Capítulo 65

Aun antes de oír su voz, supo que se había levantado. Apenas se filtraba luz a través de las cortinas, y consultó el reloj con el ceño fruncido. Las cinco de la mañana. No había dormido más de una hora y, bostezando ruidosamente, pensó si no debería levantarse, ir a por ella y disfrutar de una nueva sesión de sexo. No había tenido nunca una noche como aquella, pero estaba tan agotado que, cuando volvió a abrir los ojos, resultó que habían pasado dos horas, y la cama seguía estando vacía. Se levantó de inmediato y se metió bajo la ducha. Mientras se enjabonaba el pelo, el peso de lo que había hecho cayó sobre él. Le había robado la inocencia. La había mentido, utilizado, dejado embarazada. Y, ahora, habían vuelto a hacer el amor. Nunca había tenido sexo con una mujer y después sentir como si la tela que lo mantenía unido se deshilachara por las costuras. Y encima, había pasado dos veces. Y las dos, con la misma mujer. Y el roto era cada vez más grande. Acababa de pasar la mejor noche de su vida con la mujer cuyo padre había provocado que el corazón del suyo colapsara. Era consciente de que ella no tenía nada que ver. Que era tan víctima como todos los demás, incluso más, pero eso no cambiaba lo mal que se sentía por disfrutar de aquella manera con la hija de su enemigo. Terminó de ducharse, se afeitó, y se vistió rápidamente. Cuando bajaba el segundo tramo de escaleras, percibió el aroma inconfundible de los dulces caseros, y a punto estuvo de trastabillarse porque, con él, volvieron recuerdos de olores similares de la infancia, cuando su madre preparaba dulces caseros para sus chicos. Ojalá hubiera sabido apreciar más todo lo que habían hecho por él. Ojalá no los hubiera tratado como una obligación, con apenas dos visitas al año, siempre tan ocupado construyendo su imperio, viviendo la vida y dando por hecho que siempre estarían ahí. Encontró a Paula lavándose las manos en el fregadero. Llevaba un vestido verde esmeralda hasta la rodilla, el pelo recogido, e iba descalza. No parecía una mujer que acababa de pasarse la noche sin dormir. Su sonrisa tenía un matiz de desconfianza al saludarlo.


—Buenos días.


El deseo volvió a palpitarle en las venas, fuerte e implacable, y sus pensamientos volaron de inmediato a la imagen de cuando la había tenido desnuda en los brazos. Se pasó las manos por el pelo para no tocarla.


—Necesito irme a trabajar.


Ella esbozó una sonrisa, más desconfiada aún que la anterior.


—¿Cuándo volverás?


—No lo sé. Tengo tres reuniones y una conferencia con París.


—¿Te apetece un panecillo?


Señaló la bandeja de bagels que estaban enfriándose en la encimera y que él no había visto al entrar porque toda su atención la captaba ella.

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