Estaba demasiado nerviosa como para intentar dormir, así que decidió recorrer la casa. De vuelta en el segundo piso y pensando en subir al último, le apeteció entrar en la biblioteca. No es que fuera un lugar natural para ella, y solía evitarlas, pero aquella era tan reveladora como el dormitorio. Le sorprendía que un hombre de la inquietud y de la energía de Ciro tuviera paciencia para leer. Encendió la luz y acarició la librería de madera que cubría de suelo a techo. ¿Habría leído todos aquellos volúmenes? Debía haber miles. ¿Descubriría algún Austen o Brontë entre todos esos libros? Seguramente, no. Daría lo que fuera por poder leer sus mágicas palabras con sus propios ojos, en lugar de tener que escucharlas. Sacó uno de los libros y miró atentamente la portada, intentando descifrar el título. El esfuerzo le provocó dolor de cabeza.
—Es un buen libro. Deberías leerlo.
Tanto le sorprendió escuchar la voz de Pedro que el libro de le cayó de la mano.
—Perdona —dijo, tras recuperarlo rápidamente y devolverlo a su sitio.
Sonrojada, se volvió a mirarlo. Estaba apoyado en el marco de la puerta, tenía las mangas de la camisa enrolladas y sus tres primeros botones, abiertos. Las mariposas que habían revoloteado por su estómago en la noche de bodas se despertaron de nuevo. Ella iba en pijama, pero daba igual porque, debajo de aquella tela que la cubría de la cabeza a los pies, se sabía desnuda. Pedro entró. Traía el pelo húmedo de lluvia.
—No hay nada que perdonar. Los libros merecen ser leídos. Creía que estarías ya dormida.
—¿No será que esperabas que lo estuviera?
—Eso, también —sonrió.
—Siento haberte desilusionado.
Encontrarla con aquel pijama de seda y el pelo recogido en dos coletas no podía describirse precisamente como una desilusión. Con la esperanza de encontrar una distracción en el clásico método del alcohol, se había encontrado con un viejo amigo en su bar favorito, cerca de su casa. Había intentado que la cogorza fuera como las de sus días de universitario. Así caería en coma nada más llegar a casa. Cuatro copas, y ni asomo de borrachera. Seis, y había reparado en una mujer que estaba sola en el bar y que le ponía ojitos. Era extremadamente atractiva, y con un escote también extremado. Tres meses antes, no habría dudado en presentarse, invitarla a una copa y dejarse llevar donde la noche quisiera. Pero de eso hacía noventa días. Lo único que había sido capaz de ver al mirar a aquella mujer había sido a Paula… Y de pronto había caído en que, en su desesperación por alcanzar el olvido e interponer distancia con ella, la había dejado sola en su casa en la primera noche que pasaba en Manhattan. Sola y embarazada.
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