Recorrió la terraza rematada con jardineras de ladrillo llenas de arbustos y flores con la sensación de que caminaba en un mundo nuevo. Se extendía prácticamente por todo el perímetro del último piso, confiriéndole privacidad incluso en los lados en los que otros edificios más altos se le acercaban. Tan ensimismada estaba con aquella magnífica vista que tardó en reparar en que Pedro también estaba en la terraza. Sus miradas se cruzaron. El corazón, también. Hizo falta que pasaran unos segundos para que alguno de ellos hablara.
—¿Es más de tu agrado el tiempo de hoy? —sonrió.
—Mucho más. Siento haber dormido hasta tan tarde. Creo que es la primera vez que me levanto a estas horas.
—Lo necesitabas —sonrió—. ¿Preparada para comer?
—¿Me he perdido el desayuno?
—Si quieres desayunar, desayuna.
—Comer me parece bien. ¿Puedo darme una ducha antes?
Pedro frunció el ceño.
—Eres adulta, princesa. No tienes que preguntar.
—Ya… —se encogió de hombros—. Voy a tardar un poco en dejar de sentirme como una invitada aquí.
—Claro.
—¿Puedes hacerme un favor? —le pidió, consciente de que no le había dicho que ella no era una invitada.
—Depende.
—¿Puedes dejar de llamarme princesa? Suena como si te estuvieras burlando de mí.
—De acuerdo. Date esa ducha y comemos.
Pedro estaba hablando por teléfono con el director de su tienda en Madrid cuando Paula apareció en el salón. La joven desvalida a la que había encontrado en pijama en la terraza había desaparecido, dejando en su lugar a una mujer vestida con un top suelto en color crema y escote en uve, unos pantalones ajustados que no llegaban a rozar sus tobillos y una chaqueta ceñida con las mangas anchas, que completaba con unos pendientes de aro en oro y un bolso grande en bandolera. Llevaba el pelo suelto y brillaba gracias a la luz natural que entraba a raudales por las ventanas. Estaba deslumbrante. Tomó aire y su nariz se vio asaltada por su perfume. Los músculos del vientre se tensaron. Demonios… La atracción que sentía por ella seguía creciendo. Había dormido en el sofá de la biblioteca. Al no ver la cama de la habitación de invitados deshecha, el personal no notaría nada y podría dormir sin que lo molestaran, pero no había funcionado. Tenía la cabeza demasiado llena de Paula: Paula durmiendo, el subir y bajar lento y acompasado de sus pechos, la firmeza de sus muslos… Todo aquello que debería haberse quitado de la cabeza para invocar el sueño que se negaba a llegar. Ya había sido malo durante las cinco semanas en que había estado desaparecida, pero ahora que la tenía allí, en carne y hueso, le alteraba en muchos sentidos. No llevaba en su casa ni un día, y ya todo le parecía distinto.
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