—Tengo la esperanza de que, ahora que conozco la causa de mi problema, pueda encontrar ayuda para aliviarlo —dijo tras un momento de silencio mientras Ciro intentaba poner orden en sus pensamientos—, pero por favor, deja que antes me acostumbre a mi nueva vida aquí. Todo esto me sobrepasa.
Pedro se masajeó las sienes.
—Deberías habérmelo dicho antes. Eres tú la que siempre habla de sinceridad.
—Lo sé —admitió—, pero es que tenía miedo. Lo siento.
El corazón se le encogió.
—Estaré en Los Ángeles hasta el viernes. ¿Qué te parece si pasamos el fin de semana explorando la ciudad y nuestro vecindario? Te hará bien familiarizarte con todo, y así podrás juzgar por tí misma si Nueva York intimida tanto como tú crees.
—Eso estaría bien.
—Entonces, de acuerdo. Y Paula… Si te he molestado, no era mi intención.
Ella sonrió con tristeza y, mirándolo a los ojos, contestó:
—¿De verdad?
Paula se había tumbado en el sofá de la biblioteca para escuchar su libro favorito con los cascos. Más allá de la puerta cerrada se oían voces distantes y movimiento, pero como el personal de Pedro se ocupaba de la limpieza, no le dió importancia. En los cuatro días que ya llevaba allí, se había ido acostumbrando a su presencia. Lo mejor era que no vivían en la casa. Acudían puntualmente cada día a limpiar, se ocupaban de la ropa y se marchaban. Se había pasado sola las dos noches que Pedro llevaba en Los Ángeles. Al principio, se había sentido rara y un poco atemorizada. Nunca antes había estado sola. Incluso los tres meses que había vivido en la granja, el personal de seguridad de su padre estaba siempre allí por si lo necesitaba. Siempre había estado a merced de su padre. Estar sola allí era bien distinto. Pedro le había dejado el número del conserje, que se había ocupado de proporcionarle lo que había necesitado, pero en ningún momento había tenido la sensación de que la vigilaban, de que informaban de sus movimientos y sí, era muy distinto. Distinto y bueno. El único punto negativo era la terquedad con la que sus pensamientos se empeñaban en revolotear alrededor de él. Después de contarle lo de su dislexia, no habían vuelto a hablar de ello, pero había notado un cambio en él. Si la menospreciaba por ello, solo el tiempo lo diría. Diciéndoselo no buscaba su compasión. Sin la verdad, seguiría considerándola una malcriada y una vaga, y aunque había sido la confesión más difícil de su vida, prefería que la creyera tonta que todo lo demás. Apartando por enésima vez sus pensamientos de Pedro, cerró los ojos e intentó concentrarse en el enfrentamiento verbal de Elizabeth con el señor Darcy.
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