Como si ella hubiera seguido el hilo de sus pensamientos, dijo:
—Lo que mi padre les hizo a los tuyos… Ojalá yo pudiera deshacerlo. Ojalá nunca le hubiera dicho a mi padre que quería tener mi propia casa. Cada vez que pienso en llamarlo, recuerdo en lo que le hizo a tu padre y Dios sabe que me pongo enferma. ¿Cómo es posible que un hombre que hace esas cosas pueda considerarse hijo de Dios? ¿Cómo logra dormir por las noches? No lo entiendo. Es más, creo que no quiero entenderlo.
—Escucha, Paula —contesto, irguiéndose en su asiento y asegurándose de que lo miraba a los ojos—. Tú no eres responsable de lo que hizo tu padre.
—Si no le hubiera dicho que me gustaría tener una casa propia…
—Es que no debes pensarlo así. Nada de lo ocurrido fue culpa tuya.
Ni la más violenta de las resacas era más fuerte que el malestar que sentía por haber contribuido a que se sintiera culpable. Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla.
—¿Me crees?
—Sí.
Ojalá se hubiera dado cuenta de la verdad antes de haber destruido su vida. ¿Cómo iba a poder vivir con semejante culpa?
Paula se secó los ojos con las manos y respiró hondo.
—No sabes lo que eso significa para mí.
Sus miradas se encontraron, y una emoción familiar y peligrosa se volvió un torbellino dentro de él. Ya eran demasiadas las ocasiones en que no había podido dejar de mirarla con el corazón acelerado y una erección amenazando bajo el pantalón, como también eran muchas las veces en que la había pillado mirándolo a él. Ya no podía seguir negando que había algo entre ellos. Bajo aquella suave luz, vió que se sonrojaba antes de apartar la mirada.
—Debería irme a la cama —murmuró.
Aquellas peligrosas sensaciones le arrasaron cuando la vio acercarse para recoger su taza vacía. El tejido de su blusa le rozó el brazo y su perfume embotó sus sentidos. Fue aquel el momento elegido por su mano para sujetarla suavemente por un brazo.
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