No podría decir si había sido él quien había levantado las caderas, o si había sido Paula quien se había abalanzado sobre él. La cuestión fue que, en cuanto desapareció aquella última barrera, se encontró dentro de ella, en sus húmedos y prietos confines, esforzándose como nunca por no dejarse vencer por el clímax. Apretando los dientes, le rodeó la cintura y comenzó a moverse dentro de ella. Que Paula actuase guiada por el instinto hacía que todo aquello resultara aún más potente. Gimiendo cada vez con más fuerza, la boca en su mejilla, sus pechos aplastados contra él, Pedro hizo cuanto pudo por aguantar, pero aquello era demasiado. Las sensaciones le estaban rompiendo por dentro, se sostenía en las yemas de los dedos… Pero entonces, el tono de sus gemidos cambió por completo y sintió que los músculos de su vagina se tensaban rodeando su pene. Abrazándola aún más fuerte, la penetró una última vez, y con un grito que salió de lo más hondo de su pecho, se dejó ir. Paula, aturdida y agotada, se soltó de su cuello y se acurrucó sobre su pecho. Su aroma a maderas tenía ya otro matiz, y respiró hondo con los ojos cerrados, dejándose inundar por otra clase de sensaciones, no menos potente, que creaban sus lentas caricias en la espalda. Estaban tan pegados que podía sentir los latidos de su corazón al mismo ritmo que los suyos.
—¿Te hago daño en la pierna? —preguntó, y su respuesta fue un beso en lo alto de la cabeza.
Sin darse cuenta, se quedó dormida. No sabría decir cuánto tiempo permaneció así, porque se despertó cuando Pedro cambió de postura.
—¿Lista para que nos vayamos a la cama? —le preguntó él en voz baja, antes de besarla otra vez.
Y fue precisamente aquel beso, más que el placer inconmensurable que le había hecho sentir, lo que le hizo comprender que su mundo había cambiado para siempre. Paula caminó a oscuras por la habitación hasta el vestidor, se puso lo primero que encontró y salió para llamar a su hermana. Tenía una buena excusa para hacerlo, pero lo que de verdad quería, lo que de verdad necesitaba, era escuchar la voz de Delfina. Una noche haciendo el amor con Pedro la había dejado más confusa y fuera de lugar que nunca. Había sido maravilloso. Mágico. Celestial. Y, sin embargo, lo que deseaba en aquel momento era hacerse un ovillo y llorar. No debía dormir con él. No formaba parte de su acuerdo. Pero Dios, qué bien le había sentado. Todo había ido bien hasta que él se quedó dormido. Entonces fue cuando empezó a sentir que las paredes del departamento se acercaban hasta encerrarla. Sus sentimientos hacia él estaban escapando a su control, y tenía que hallar la forma de encerrarlos porque un futuro juntos era imposible.
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