Deseaba a aquella mujer más de lo que había deseado cualquier otra cosa en su vida. Iba más allá de la tortura lo que suponía para él estar tumbado en la misma cama que ella, noche tras noche, y no poder tocarla. ¿Por qué no podía tocarla? En aquel momento, su capacidad de raciocinio salió volando por la ventana. Cada célula de su cuerpo vibraba ante aquella mujer y, por primera vez desde su noche de bodas, sintió que ella también vibraba. Lo percibió en el modo que se había acelerado su respiración, en el calor de su mirada, en el modo en que se fue acercando a él, del mismo modo que él se había ido acercando a ella. Deseaba tocarla. Besarla. Devorarla. Marcarla como suya para siempre. Estaba a punto de reclamar su boca cuando sonó el intercomunicador. Paula abrió los ojos de par en par y se apartó de él, y con aquel movimiento, la ducha le resbaló de la mano y el agua fue a caer en su entrepierna. La erección que no había notado que se formaba se desinfló de inmediato.
—Debe ser el médico —consiguió decir, sujetando la ducha—. Si pulsas el botón superior del intercomunicador, le abrirás la puerta.
Ella asintió, con las mejillas del color de los tomates.
—Voy a recibirlo.
Y salió a toda prisa, pero él la llamó.
—¡Paula!
Tardó un segundo en volverse.
—Igual te gustaría cambiarte de ropa antes de ir a buscarlo.
Bajó la cabeza para mirarse e inmediatamente se cubrió los pechos con un brazo, y Pedro no creyó que existiera una tonalidad que pudiera describir la explosión de color de su vergüenza.
-¿Quieres algo más antes de que me vaya a dormir?
El sonido melodioso de la voz de Paula hizo que el pecho de Pedro se expandiera, y levantó la mirada del libro que estaba leyendo para verla entrar al salón con dos tazas de chocolate caliente.
—Estoy bien, gracias.
—¿Seguro?
—Seguro.
Desde que se había marchado el médico, Paula había revoloteado a su alrededor como una madre gallina. Se sentía muy culpable por la quemadura, que solo era superficial, pero tenía la impresión de que habría cuidado de él de la misma manera aunque no se sintiera responsable. Hasta entonces siempre había pensado que cualquiera de la familia Chaves tendría el corazón de piedra, pero aquel día le había demostrado que el de ella al menos era tan tierno como su piel. Había tenido que aguantarse la necesidad de espacio lejos de ella porque no le había quedado más remedio que permanecer en su casa, de modo que la tortura de las noches se había alargado durante todo el día. Cuando Paula estaba en la cocina preparando lo que fuese, o haciéndole compañía en el salón mientras veían alguna de las películas antiguas que les gustaban de niños, nunca se había sentido tan consciente de la presencia de otro ser humano. La suave cadencia de sus caderas al andar, el sonido de sus pasos, el modo en que utilizaba las manos al hablar, el modo en que se abrazaba las rodillas cuando se las llevaba al pecho, o cómo cruzaba las piernas cuando se sentaba en el sofá… Cada movimiento, cada palabra, cada respiración, todo le saturaba los sentidos. Por primera vez no iba en vaqueros o en pijama, sino que se había vestido con un blusón y una falda corta negra. No solo tenía un culito precioso; también unas piernas largas y bien torneadas.
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