¿Cómo podía seguir sintiendo esa necesidad insaciable de él? Pedro se había aprovechado de ella en un descabellado juego de venganza, y ella se había tragado sus mentiras sobre el amor, y aunque ella también había mentido sobre sus sentimientos, no era un engaño como el de los hermanos Alfonso, que pretendían la destrucción total de la familia Chaves. Pretendía construir una relación en la que ambos pudieran apoyarse por el bien de su hijo, pero nunca volvería a confiar en él.
—Tenemos que comprarte un tocador.
Tan perdida estaba en sus pensamientos que no había oído a Pedro entrar en el dormitorio, y dió un respingo enorme.
—¡Me has asustado!
Cuando concluyó la cena, con ella se fue la atmósfera relajada que habían tenido. La conversación dejó de fluir, y no volvieron a mirarse, pero la sensación que le corría por las venas había hecho que se levantase de golpe de la mesa, asustada de sí misma.
—Me voy a la cama —había dicho.
A él aún le quedaba media copa de vino, pero tras apurarla, asintió.
—Que duermas bien.
No le había preguntado si iban a compartir cama. No sabía qué respuesta quería escuchar.
—La próxima vez, llamaré a la puerta —contestó, mirándola en el espejo con una pequeña sonrisa.
Paula siguió haciéndose el moño, consciente de que él continuaba observándola, intentando controlar el temblor de sus manos. Pedro sabía que necesitaba moverse. Cuanto más se quedara allí mirándola, más intenso se volvería el deseo de acercarse y deshacer aquel moño, igual que en la noche de bodas, y que los mechones de su hermoso cabello resbalasen por entre sus dedos. Mientras se sujetaba el recogido con una goma, sus ojos volvieron a encontrarse.
—Me voy a cepillarme los dientes —dijo él, respirando hondo.
Ella asintió sin moverse de donde estaba. Dió media vuelta y entró en el baño. Antes de que pudiera recuperar la calma, se vió asaltado por el perfume del gel de ducha de Paula. El pecho se le cerró de tal modo que le costaba trabajo respirar. Abrió el armario, y se encontró con su cepillo de dientes y su pasta, metidos en un vaso de cristal. Había diseñado personalmente aquel cuarto de baño, y no se había imaginado que un día entraría y se encontraría con los objetos de aseo de una mujer ordenados en aquel armario, y el corazón le pareció que se le salía del pecho. El armario tenía cuatro baldas. Ella no había movido sus cosas, sino que había colocado las suyas con cuidado de que no le molestaran.
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