lunes, 10 de noviembre de 2025

Falso Matrimonio: Capítulo 41

¿Sería el atractivo de la fruta prohibida lo que hacía que su deseo creciera? Había creído que bastaría con hacer el amor una vez con ella para saciar ese deseo, pero el resultado había sido precisamente el contrario. Tal y como se sentía, no se atrevía ni siquiera a tocarla con un dedo.


—¿Lista? —le preguntó.


—¿Dónde vamos a comer?


—He pensado que podíamos ir a mi restaurante.


—¿Tienes un restaurante?


—Dentro de la tienda.


La precedió hasta el ascensor, pasando por delante de Nadia, que estaba atendiendo una llamada y levantó una mano para saludarlos. El ascensor se paró dos plantas más abajo y Pedro salió, pero Paula no podía ni moverse. Tenía los ojos de par en par viendo lo que se extendía ante ella. Si Pedro no hubiera puesto un pie para bloquear las puertas, el ascensor se habría cerrado.


—¿Esta es tu tienda? —preguntó cuando por fin salió del ascensor.


—Es mi central —confirmó—. El más grande de los grandes almacenes Alfonso, y el corazón de mi negocio.


—¡Es enorme!


Nunca había estado en un sitio como aquel. No había grandes almacenes así en Sicilia. No era solo su tamaño, sino la riqueza del decorado y su belleza lo que la había dejado sin respiración.


—Eso explica lo del perfume.


—¿Qué perfume?


—Ayer, cuando entramos en el edificio, me olió a perfume, y me pregunté de dónde vendría —estaban en la planta dedicada a la decoración del hogar, pero el olor seguía siendo intenso—. No sabía que vivías sobre una de tus tiendas.


—En cada tienda tengo un apartamento. Me facilita mucho las cosas.


Recordó que le había contado que tenía veintiún grandes almacenes en Europa, Norteamérica y Oriente Medio, pero que planeaba abrir muchos más.


—Pero este es tu hogar, ¿Verdad?


Pedro asintió.


Caminaron entre los clientes, todos bien vestidos. Llamó su atención un jarrón verde jade con forma de cisne y se acercó para ver la etiqueta del precio. ¡Cinco cifras! La cifra era tan astronómica que los números se le borraron. Mejor dar un paso atrás, no fuera a tirarlo. A continuación llamó su atención una selección de robots de cocina con más accesorios de los que habría podido imaginar.


—Creía que tenías hambre —protestó Pedro, divertido.


—Y la tengo, pero es que todo esto es alucinante. Fíjate: corta, trocea, mezcla, amasa…


No siguió hablando. De pronto era consciente de lo ridículo que debía parecerle que se estuviera entusiasmando tanto con un robot de cocina, casi como un niño con una bolsa de chucherías.


—Dime qué color te gusta más, y haré que lo suban.


Paula volvió a ponerse en marcha y negó con la cabeza.


—No tienes por qué malcriarme.


—No te malcrío.


—No puedo permitírmelo.


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