—Lo siento —dijo—. Sigo teniendo que disculparme, ¿Verdad?
Pensó en lo que su padre le había hecho a la familia de Pedro y las lágrimas volvieron a quemarle en los ojos.
—Esto no es fácil para ninguno de los dos.
—Pero yo te lo estoy poniendo más difícil de lo que ya es. Me esforzaré más, lo prometo —se comprometió, mirándola a los ojos, y apuró el café que le quedaba—. Te dije que iba a enseñarte la ciudad. ¿Hay algún sitio en particular al que quieras ir?
El cambio de tema fue un alivio.
—Me gustaría ir ahí —dijo, señalando las copas de los árboles.
—¿A Central Park?
—¿Eso es Central Park? —se asombró, recordando películas antiguas que había visto de niña—. ¿No es ahí donde hay coches de caballos?
—Sí. ¿Te gustaría montar en uno?
—¡Me encantaría! —contestó, entusiasmada.
—¿Algo más?
—Me ha parecido ver un castillo…
—El castillo de Belvedere.
—¿Podemos ir ahí también?
—Podemos ir donde quieras.
Pedro salió del ascensor y soltó el aire que había estado reteniendo en los pulmones. Cada vez que respiraba el perfume de Paula, sus sentidos se desbordaban y sentía unos enormes deseos de tocarla, pero se había prometido que, fueran donde fuesen, se mostraría cordial y amigable. No había pretendido ser cruel antes ignorándola, pero es que cuando había salido a la terraza, el deseo de abrazarla había sido tan intenso que había tenido que apartar su atención de ella hasta recuperar el control. Aquello no era culpa de Paula. Ella no había pedido que la metieran en aquel juego de venganza. Y tampoco era culpa suya que la sangre se le envenenara. Tenía que admitir que la había juzgado mal. Se había equivocado con ella. Del todo. Ahora estaba en deuda con ella y con el bebé. Tenía que intentarlo de verdad. Y ese nuevo plazo empezaba en aquel momento. Su determinación estuvo a punto de venirse abajo cuando salieron del edificio y ella le dio la mano.
—Fíjate cuánta gente —se admiró con los ojos de par en par.
Sentir la vibración de su miedo, ver cómo su piel se volvía de color ceniza, le hizo sentir compasión junto con la descarga eléctrica de la ira. Miguel la había hecho así con sus historias de miedo. No creía que el desprecio que le inspiraba aquel hombre pudiera crecer, pero así fue.
—No hay por qué tener miedo. Esta gente va a lo suyo, igual que nosotros.
—¿Y si te pierdo?
—Me quedaré a tu lado como si me hubieran pegado con pegamento.
Ella lo miró a los ojos, respiró hondo y, soltándose de su mano, salió al frenesí de la calle.
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