Abrió otra puerta y allí estaban sus maletas, bien ordenadas en un rincón. Debían estar allí desde el día de la boda. Las había enviado por adelantado, y el corazón se le encogió al recordar la emoción con que había hecho el equipaje para su nueva vida… Pero perdió el latido al ver su vestido de novia colgado de una barra. No había vuelto a pensar en él desde que se marchó de Sicilia y verlo ahí, guardado con el resto de sus cosas, le llenó de lágrimas los ojos.
—¿Sabe el personal que estamos casados?
—Supongo. Se enviaron a la prensa varias fotos de la boda — contestó, mirando a través del cristal de la ventana.
El cielo seguía tan gris como su humor.
—Entonces, deberíamos compartir dormitorio.
La miró rígido y ella suspiró.
—Pedro, te guste o no, soy tu esposa, y las parejas casadas comparten cama. ¿Qué pensaría tu personal si instalas a tu mujer en la habitación de invitados?
—¿Y a quién le importa lo que piensen? Todos han firmado acuerdo de confidencialidad.
—A mí sí que me importa.
—Tenemos ya bastantes complicaciones sin añadir el sexo a la lista.
Las mejillas se le ruborizaron, pero se mantuvo firme.
—Yo no he hablado de sexo. No quiero dormir en la misma cama que tú para eso, ni ahora ni nunca. Pero llevamos casados cinco semanas y no hemos pasado una sola noche juntos desde la boda. Que me venga a vivir aquí y me instale en la habitación de invitados va a despertar sospechas. Sé que el orgullo es un pecado, pero no puedo evitar sentirme como me siento, y sé que no podría mirar a tu personal a la cara sin sentirme humillada.
Una punzada le atravesó el corazón al confirmar que había matado cualquier sentimiento que Paula pudiera albergar antes por él. Era lo que quería, que no sintiera nada. Ojalá él pudiera acabar con las tumultuosas emociones que despertaba con tanta facilidad en él.
—No tendremos que estar así durante mucho tiempo —añadió ella—. Unas cuantas semanas bastarán para guardar las apariencias.
—No sabía que las apariencias significasen tanto para tí —replicó, furioso.
Estaba arrinconándolo otra vez.
—A nadie le gusta ser humillado, y a mí ya me has humillado bastante. ¿Qué era lo que ibas a hacer, de no haberte oído hablando por teléfono? ¿Dónde habría dormido? ¿Cómo habrías manejado la situación?
Pedro se encogió de hombros. Si mentía, sabía que ella se daría cuenta.
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