Pedro entraba en su casa al mismo tiempo que Paula bajaba el último peldaño de la escalera, aún en pijama. A juzgar por lo hinchados que tenía los ojos, hacía poco que se había despertado.
—En sintonía —dijo, mostrándole una bolsa de papel que llevaba en la mano—. Desayuno. ¿Quieres que lo tomemos en la terraza?
Ella bostezó, parpadeó varias veces y acabó sonriendo. Subieron los dos tramos de escalera hasta que llegaron al dormitorio y, de allí, a la terraza. El trasero de Paula estaba apenas a unos centímetros de su cara, y se dio cuenta por primera vez que tenía el culito más mono del mundo. Solía vestir con blusones sueltos y vaqueros, de modo que quedaba oculto, pero la seda del pijama lo acentuaba.
—¿Qué tenemos? —preguntó ella al sentarse en la silla de hierro con su cojín para hacerla cómoda.
¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes de lo respingón que era?
—Bagels —abrió la bolsa y mostró los panecillos con un agujero en el centro, típicos de Nueva York —. Éste es de huevo, queso y beicon. Y éste de aguacate, beicon y crema de queso. Elige.
Ella sonrió.
—Huelen de maravilla. Es la primera vez que voy a comer un bagel.
Quitó la tapa a su taza de café y recordó el brik que se había guardado en el bolsillo.
—Te he traído tu zumo de melocotón.
El único síntoma de embarazo que estaba teniendo era que no soportaba el café.
—¿Zumo de melocotón?
—De naranja, quería decir. Elije el bagel que prefieras.
—¿Cuál quieres tú?
—Deja de ser tan educada y escoge —dijo.
Eligió el de aguacate y le dió un buen mordisco. Luego, sonrió. Menos mal que la mesa ocultaba la incomodidad que estaba sintiendo bajo los pantalones. Afortunadamente no tardaría el salir para la oficina. Necesitaba interponer distancia entre ellos. Tres noches intentando dormir a su lado, además de dos días mostrándole el vecindario y algunos de los lugares más hermosos de Nueva York no habían conseguido reducir la atracción que sentía por ella. Más bien, al contrario. El sábado por la noche había sido aún peor que el viernes porque el recuerdo de su cara de felicidad al montar en un coche abierto de caballos no dejaba de aparecérsele. Y el domingo había hecho propósito de agotarse hasta la extenuación, de modo que se quedara dormido apenas su cabeza tocase la almohada. Habían caminado kilómetros, y por la noche, habían rematado la jornada asistiendo a una obra en Broadway, pero seguía teniendo energía para quemar, de modo que siguió despierto en la cama, con el calor arrasándole la entrepierna y los sentidos volcados en la mujer que dormía de espaldas a él. La vió doblar su papel cuidadosamente antes de meterlo en la bolsa. Lo que daría por tirar de ella y acomodar aquel precioso trasero sobre sus piernas y su erección…
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