lunes, 10 de noviembre de 2025

Falso Matrimonio: Capítulo 42

Recordó todo el equipamiento que se había dejado en Sicilia, pensando que volvería a utilizarlo cuando volvieran cada verano. Una mano cálida se posó en su cintura. Se volvió y casi se tropezó con él. Sorprendida por su proximidad, dió un paso atrás y se tropezó con un cliente. Avergonzada, pidió disculpas varias veces. Cuando se volvió, vió que él se limpiaba en el pantalón la mano con que la había detenido, y se sintió aún más avergonzada.


—No te malcrío —repitió, actuando como si no tuviera nada de malo limpiarse la mano tras un contacto con su piel—. Puedes quedarte con cualquier cosa que te guste de la tienda. Todo me pertenece. Llévate lo que te guste de cualquier departamento siempre que quieras. Se lo diré al personal.


Asintió, aunque sabía que nunca se llevaría nada de aquellos expositores. Dejaría que Pedro la alimentara y le ofreciera un techo, pero no iba a aceptar nada más de él, menos aun cuando el simple contacto con su piel le ponía enfermo. Pasaron junto a una fila de personas que esperaban para entrar al restaurante y se adentraron en un espacio tan elegante y lujoso que la dejó de piedra. Un obsequioso camarero los guio a una mesa junto al ventanal y les ofreció sendas cartas.


—¿Tomamos el menú, o quieres algo especial?


—El menú está bien.


—¿Qué te apetece?


—No sé…


¿Cómo decirle que no sabía leer siquiera en su lengua materna? Él ya la consideraba una idiota. No había necesidad de alimentar esa opinión. Había tenido suerte con los pocos restaurantes a los que la había llevado durante el tiempo que salieron juntos antes de casarse. El personal siempre les había recitado los platos principales que ofrecían en la carta y ella no había dejado pasar la oportunidad.


—¿Qué me recomiendas?


—Todo está bueno —contestó, sin mirarla.


—¿Por qué no pides por mí? —sugirió, cerrando su carta.


Él la miró por fin frunciendo el ceño.


—¿Es que no te has dado cuenta de que estamos en el siglo XXI, o estás demasiado acostumbrada a hacer siempre lo que papá quiere, y no piensas nunca por ti misma?


—Eso es ofensivo —respondió, sintiéndose humillada y molesta.


Pedro no parecía arrepentirse.


—Anoche admitiste que nunca le habías dicho que no a tu padre. Eso implica que siempre le has dado gusto en todo. ¿Primero me pides permiso para darte una ducha, y ahora me pides que te elija la comida? Ese es el comportamiento de una cría, y tú eres una adulta. Ya es hora de que empieces a actuar como una.


—Yo diría que anteponer las necesidades de nuestro hijo a mis sentimientos, y estar aquí contigo es una decisión adulta —espetó—, así que deja de psicoanalizarme.


Si en algún momento se había planteado confesar que no sabía leer ni escribir, acababa de cambiar de opinión. Decírselo sería como darle un arma cargada que usar contra ella. El camarero llegó a la mesa y Pedro le indicó que tomase primero la comanda de Paula.

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