—Sacaré el tiempo, no te preocupes. Es bueno que pienses en el futuro. Eres demasiado joven para pasarte el resto de la vida sin tener nada en lo que ocuparte pero, mientras vivas aquí, deja que yo me ocupe de tí. Ese bebé que llevas dentro es hijo mío, y ya me siento bastante culpable sin que se añadan más cosas. Si hay algo que yo pueda hacer para ayudarte con tu carrera, o en cualquier otro sentido, dímelo. Quiero ayudar.
Y era cierto: Quería ayudar. Pero no entendía por qué la idea de que se marchara, un momento que una semana antes no veía llegar, le resultaba insoportable. Lo mismo que tampoco soportaba saber que había llegado el momento de que se trasladara a la habitación de invitados. Respiró hondo y apartó la mirada de aquellos hermosos ojos castaños. Entonces vió un hermoso ramo de flores en el alféizar de la ventana.
—¿De dónde ha salido ese ramo?
Paula se puso tan colorada que, por un momento, pensó que tenía un admirador, hasta que se le ocurrió algo todavía peor.
—¿Son de tu padre?
—¿Sería un problema que lo fuesen?
—Esta es mi casa —contestó, sintiendo crecer la náusea—. No quiero compartir mi espacio íntimo con nada que venga de ese hombre.
Ella entornó los ojos.
—La mitad de mi ADN es suyo.
Un dato que desearía poder olvidar.
—La mejor mitad debe venir de tu madre.
Paula cerró los ojos. No podía soportar la idea de que, para él, siempre estaría manchada. ¿Cómo iba a ser la relación con su hijo, un bebé inocente del que rara vez hablaba? La había acompañado al médico, pero ni siquiera en ese momento había mostrado un gran interés. Su comentario sobre el ADN era como un cuchillo clavado en el corazón.
—Las flores las he comprado yo. Me parecía que el departamento necesitaba un poco de alegría.
—¿Las has pedido?
—No. He ido a la floristería y las he comprado.
—¿Has salido sola de casa?
—Sí.
—¡Eso es maravilloso! —recordaba cómo se había aferrado a su mano cuando salieron por primera vez, y cómo se había pegado a él fueran donde fuesen. Para ella, era un logro lo que había hecho—. Estoy orgulloso de tí.
—¿Orgulloso significa que no soy ya tanta carga para tí? —espetó—. No te preocupes, que me marcharé antes de que te des cuenta, y podrás dejar de preocuparte porque mi padre pueda mancharte tu precioso espacio.
—Paula, no era eso lo que quería decir.
—No me mientas, Pedro. Disculpa, pero tengo que irme a la ducha.
Paula estaba ya en la ducha cuando Pedro entró en la alcoba. Había cerrado la puerta del baño, así que tuvo que esperar pacientemente a que terminara. Cuando salió con una toalla alrededor del cuerpo, lo miró con el ceño fruncido y se cruzó de brazos. Maldiciendo entre dientes, la tomó en brazos y, antes de que ella pudiera protestar, la dejó sobre la cama y clavó su mirada en aquellos ojos castaños que ardían con el mismo fuego que a él lo consumía por dentro.