—Lléveme a las cabañas de la sexta zona —dijo al nuevo piloto que su hermano Federico había contratado hacía seis meses, cuando quedó claro que los días de pilotar se habían acabado para Pedro.
El hombre era muy competente y, tras asentir, no sintió la necesidad de darle conversación. ¿Qué importaba que no fuera Pedro quien pilotaba? Podía ver el cielo azul y experimentar la sensación de ir a alguna parte. Tenía que inspeccionar una zona de trabajo y estaba contento de tener una responsabilidad que cumplir. No era un completo inútil. Si todo lo demás le fallaba, podría pasar las horas torturando a sus seres queridos con su canto. Tal vez necesitara verdaderamente reexaminar sus prioridades y emprender un nuevo camino. Parecía que Brenda, con aquel almohadazo, le había hecho recuperar la sensatez. Incluso estaba deseando hallarse en el espacio ajardinado de Paula. Ella no estaría. Brenda le había dicho que se hallaba trabajando a cientos de kilómetros de allí. Le mandó un mensaje a Paula, en respuesta al suyo, para decirle que ese día inspeccionaría la sexta zona y que esa tarde esperaba dar por cumplido el contrato. Ella le envió una breve respuesta: "Gracias por haberme dado la oportunidad de darme a conocer". Una hora después, el piloto aterrizó a poca distancia de la zona.
—No sé cuánto tardaré.
—Tengo que revisar varios documentos y papeles.
—Si quiere, utilice una de las cabañas. Iré a buscarle cuando acabe.
Se dirigieron juntos hacia las tres cabañas. La zona sexta era su preferida. Se había construido en la curva de un curso de agua permanente. Los eucaliptus dominaban el paisaje hacia el suroeste. Incluso con su limitada visión, veía los troncos y las hojas brillar con los últimos rayos de sol. Antes del trabajo de Paula, unos cuantos árboles y matojos rodeaban las tres cabañas, entre las que había senderos para ir de una a otra. Los días calurosos o ventosos no invitaban a salir de ellas. En cambio ahora… El piloto se dirigió a la cabaña más cercana. Pedro caminó hacia el sendero que rodeaba los edificios, cuyos bordes delimitaban acacias y plantas en flor. Paula había rodeado la zona ajardinada con postes de acero muy juntos entre sí que dejaban pasar a animales pequeños, pero impedían el paso a los grandes. Un puente cruzaba un arroyo lleno de rocas y arbustos, donde se oía el zumbido de insectos y el croar de las ranas. Pedro supuso que también habría serpientes y lagartos, aunque no vió ninguno. Paula le había dicho que en el paraíso había serpientes, como exigía el equilibrio natural, y que se había esforzado para que los visitantes no salieran de los senderos. Alrededor de las cabañas había sitios para sentarse y refugios contra el sol, así como un pozo de fuego. En una plataforma protegida por una pared se hallaban instaladas dos bañeras de porcelana, con una rústica mesa de madera entre ambas. Pedro abrió un grifo y dejó que el agua clara y cálida se le deslizara entre los dedos. Notó el fuerte olor a eucalipto.
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